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EDITORIAL

Arde Canarias

Así de inmisericorde e inhumana es la burocracia gubernamental. Crea el problema, lo ataja tarde y mal, y cuando el problema ya es irreversible busca el modo de perpetuarse a costa suyo.

Otro verano, otra catástrofe en alguno de nuestros bosques. Es matemático. Cada año, según empieza a apretar el calor los incendios pasan a abrir todos los noticieros y ser la portada de todos los periódicos. Y nadie hace nada por evitarlo. Las razones por las que los incendios existen son de sobra conocidas. Por un lado nuestro clima es, en líneas generales, benigno pero seco durante el verano, y por otro, la facilidad que tienen los bosques para prender en estas fechas hace la delicia de los pirómanos. A estas dos desencadenantes, que se nos escapan, se le une la imprevisión y la incompetencia de las autoridades, que sí está a nuestro alcance, lo que arroja siempre y necesariamente calamitosos resultados.

Como hace dos años en Guadalajara, el desastre de Canarias ni se ha sabido prevenir ni ha sabido extinguirse. De lo primero dan fe las llamas que han devorado literalmente las islas. De lo segundo el tiempo que se ha tardado en poner coto al fuego. El sacrificio que han ofrecido los bomberos y retenes contraincendios contrasta con la poca o nula atención que los políticos pusieron cuando comenzaron a arder los montes de Gran Canaria. Sólo cuando el fuego se desmandó y sus imágenes abrieron los telediarios nacionales la política se lo tomó en serio.

Lo que ha quedado claro este verano en Canarias es que España necesita algo parecido a lo que Rajoy viene demandando desde hace tiempo: un centro de gestión de catástrofes de ámbito nacional y con dirección centralizada. Las autonomías se inventaron para acercar la administración al ciudadano, no para convertir a ese ciudadano en prisionero de las limitaciones e ineficacia de los administradores locales. Es algo elemental que está al alcance de cualquiera, pero los políticos, especialmente los nacionalistas, no terminan de verlo así a pesar del coste que el exceso de localismo está suponiendo para las áreas más lejanas o más atrasadas del país.

Porque Canarias no es Castilla-La Mancha; no linda con Madrid y Valencia sino con el Océano Atlántico, lo que hace que cualquier socorro sea lento y complicado. Más aún cuando, por añadidura, son las comunidades autónomas las que tienen la potestad de decidir si prestan esa ayuda o buscan una excusa para denegarla.

Ahora que el desastre está servido y buena parte del tesoro forestal canario convertido en ceniza, reaparece lo peor de la política con promesas que quizá se cumplan, o quizá no. Zapatero no ha establecido límites presupuestarios en las ayudas a los damnificados del incendio. Pero no lo hace porque sienta que las víctimas lo merecen, sino porque en unos meses hay elecciones y quiere volver a ganarlas. Así de inmisericorde e inhumana es la burocracia gubernamental. Crea el problema, lo ataja tarde y mal, y cuando el problema ya es irreversible busca el modo de perpetuarse a costa suyo. Zapatero se sabe la lección, por eso el año pasado en Galicia y el anterior en Guadalajara no prometió tanto.

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