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Serafín Fanjul

Justicia fortuita

¿Con qué autoridad moral nos exige –y de qué forma– el Estado que paguemos los impuestos? Si ni siquiera en el Ejército se va a mantener el orden interno, del rey arriba, o abajo, ninguno tendrá el mínimo ascendiente moral para desplumarnos.

Cada vez se extiende más entre los españoles la idea de que las sentencias judiciales, las decisiones políticas o administrativas dependen de la buena o mala suerte, de arcanos que escapan a nuestro control y conocimiento y basculan sobre intereses con frecuencia oscuros, cuando no por mero capricho o incompetencia de políticos que hay que ocultar. Disfrutamos, pues, de un Estado sin garantías jurídicas con todas las de la ley, es decir con ninguna.

Es en balde recordar recientes ejemplos, o no tan recientes, sucedidos en el País Vasco, con absoluta impunidad de los culpables, sobre quienes se acumulan exhortos, dictámenes, sentencias... tan firmes, tan firmes, que no se cumplen jamás. Ya se trate de Atucha riéndose de los tribunales como buen alcahuete de ETA- Batasuna, de una de tantas begoñas amenazando con que "esto no va a quedar así" porque la citan en un juzgado o de que se necesiten veinte años para que el Supremo ordene colocar la bandera nacional en ¡una! Institución vasca mientras se omite en todas las demás.

Hay muchos más casos, en Vascongadas y en el resto de España, y nunca ocurre nada. En tanto unos políticos se entretienen hablando de crear una comisión, otros con gestos de Calderón – al que detestarían de saber quién fue– fingen encabritarse porque Madrit, o Madriz, o Madrí y hasta Madrid ha mancillado el honor de Villaluenga del Condado, de "los" catalanes o "los" araneses, o el inalienable derecho a la autodeterminación y soberanía de Cangas de Narcea, de Lepe o de una bisbarra de Catoira.

El desmadre continúa. Pero no es justo cargar la responsabilidad en exclusiva sobre uno o varios grupos, ya sean políticos con sus áulicos corifeos periodistas; ya los tipos de las puñetas, siempre parapetados tras sus abstrusos tecnicismos para conseguir –por ejemplo, enhorabuena– que a los padres de Sandra Palo siga sin hacérseles justicia. Y a la chica asesinada, claro: con ellos no van tales emocionalismos populacheros. Lo suyo son solemnes melonadas como aquello de "compadece al delincuente". Y se quedan tan a gusto, encasquetándose bandas, colgándose cruces al mérito por esto y aquello y presidiendo la apertura del Año Judicial. Toreros.

Pero estos jueces, aquel alcalde o estotra ministra viven en el Nirvana que les regala a diario una sociedad que dimitió de sus deberes y obligaciones hace mucho tiempo. La famosa madurez de los españoles, tan cantada el 6 de diciembre por los prósperos y felices jinetes de la burra, sólo es indiferencia, escapismo, vagancia, si no mera cobardía: "No exijas a los de arriba y te dejarán en paz", norma básica de nuestra convivencia. Y si te cae una multa, búscale las vueltas a los mil resquicios existentes –todavía– para no pagarla, que para eso tenemos leyes y sus contrarias y magistrados requetecomprensivos, según quién seas, en lo civil, mercantil, penal o... militar.

No me escandalizo porque en España eso es perder el tiempo, traspasadísimos ya todos los umbrales de la sorpresa. Leo en la prensa que la Sala de lo Militar del Supremo ratifica una condena de diez meses de prisión a diez soldados que –en Chafarinas, hace dos años– se negaron a cumplir una orden. Poco es, pero menos da una piedra y esta vez se impuso la pura, simple y llana lógica: ¡qué prodigio! Sin embargo, en casa del pobre la dicha nunca es completa: uno de los de las puñetas –cuyo nombre no recuerdo ni es relevante– emite un voto particular pidiendo la absolución de los condenados porque "no estaban obligados a obedecer una orden injusta". A tenor de la información, y aunque el diario se guarda mucho de aclararlo, se colige que los implicados eran moros del Tabor de Regulares de Melilla, pero no creo que esto sea significativo, podrían haber sido cristianísimos, dada la general afición a la indisciplina y el cachondeo, hasta en el Ejército.

¿Orden injusta? Diríase que les habían mandado asesinar a un nutrido corro de niños que cantaban Mambrú, meter de matute un cargamento de heroína para beneficio de generales, ya se sabe, siempre corruptos o prostituir a sus hijas (e hijos) menores de edad. Pues no, el ofensivo e inadmisible mandato consistía en levantarse al tocar diana a las ocho de la mañana, que tampoco es como para poner en peligro la salud de los durmientes, no sabemos si bellos. Y aquí estamos tratando de racionalizar, de explicar, entender y digerir la sinrazón.

Si al señor magistrado eso le parece un abuso de poder, sugiero que cuantos secretarios, burócratas y demás pandilla se hallen bajo su mando, discutan e incumplan en su caso, siempre que las estimen poco ajustadas a derecho, las órdenes del ilustre leguleyo, un poner: desde llevarle un cafelito ("No tomo café", podría contraatacar el bien pensante) hasta encaramarse a una escalera para colocar un lote de expedientes, legajos o cartapacios, de esos que se pierden durante muchos años. ¿Por qué obedecer a quien incita a otros a la desobediencia?

Independientemente de que los soldados son voluntarios y están a sueldo de nuestros bolsillos, como el ilustrísimo magistrado de marras, hay una evidencia que, como en tantas ocasiones, avergüenza recordar: un ejército sin disciplina es una horda de forajidos y hacia eso nos encaminamos si se continúa despojando de autoridad a los mandos. Lo han conseguido en la enseñanza (pasen y vean los resultados), trabajan tesoneros para lograrlo en la Policía y Guardia Civil y ahora van a por el orden interno en la Iglesia católica y el Ejército. Pero la sociedad entera se encoge de hombros sin percatarse de que el desbarajuste le va a caer encima más temprano que tarde: quiá, catastrofismos, aquí nunca pasa nada, dijo Dato dos días antes de que lo asesinaran.

Argüir, como se ha hecho, que limpiar caminos o adecentar acuartelamientos no es función de los soldados es simple escapismo o mala fe, porque evitar el ocio en la tropa (los de Chafarinas, antes y ahora, no se hernian precisamente) es un imperativo lógico fácil de defender, amén de que llevado adelante el argumento cabe preguntar si apagar incendios, llevar botiquines al Congo o auxiliar a escaladores perdidos entra en las misiones del Ejército. Claro que éstas son extralimitaciones progresistas y, por tanto, buenas.

Este no es el problema de un magistrado, sino de un Estado que, pasito a paso, va haciendo dejación de sus obligaciones –con el desparpajo de los caraduras y la frivolidad de los buenos vividores–, empezando por garantizar la seguridad física de personas y bienes y continuando por el buen funcionamiento de cuantos mecanismos y aparatos organizativos tiene a su disposición. Y el Estado no es sólo este Gobierno, o el anterior, es la totalidad de las instituciones (y de los personajes con nombres y apellidos que las ocupan), unas instituciones invariablemente sordas ante los conflictos y calamidades de los débiles. No es demagogia, pero ¿con qué autoridad moral nos exige –y de qué forma– el Estado que paguemos los impuestos? Si ni siquiera en el Ejército se va a mantener el orden interno, del rey arriba, o abajo, ninguno tendrá el mínimo ascendiente moral para desplumarnos. Y éstos simulaban escandalizarse por la caricatura de El Jueves sobre los príncipes. Qué risa.

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