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Jeff Jacoby

Otro paraíso socialista

El 80% de los adultos de Zimbabwe está hoy en el paro. La esperanza de vida se ha hundido hasta los 36 años. La tasa de mortalidad para los niños de hasta cinco años se ha disparado al 65% desde 1990.

Nadie se sorprende cuando un obispo católico condena la violencia de la guerra. ¿Pero cuándo fue la última vez que escuchó a uno abogar por una invasión militar? Pues el principal arzobispo de Zimbabwe ha estado haciendo exactamente eso en las últimas semanas, suplicando a Gran Bretaña que invada su antigua colonia y expulse a Robert Mugabe, el dictador cuyo brutal mal gobierno ha reducido a un país en tiempos floreciente a la desesperación, el hambre y la muerte.

Teniendo en cuenta "el riesgo masivo para la vida" que plantea el régimen, dice Pius Ncube, arzobispo de Bulawayo, "creo que está justificado que Gran Bretaña ataque Zimbabwe y expulse a Mugabe. Deberíamos hacerlo nosotros mismos pero hay demasiado miedo. Yo estoy preparado para encabezar al pueblo, armas en mano, pero la gente no está preparada". Millones de habitantes de Zimbabwe han huido del país y los que se quedan tienden a estar hambrientos, empobrecidos e intimidados por Mugabe y sus matones. "¿Cómo se puede esperar que el pueblo se levante", pregunta Ncube, "cuando hasta a nuestros servicios religiosos asisten regularmente personas de la Inteligencia del Estado?"

El arzobispo no es precisamente alguien proclive a promover guerras. Pero teniendo en cuenta la miseria y el crimen extendidos por Mugabe y su fascista Frente Patriótico de Unión Nacional Africana de Zimbabue, o ZANU-PF, considera inmoral no combatirlos. "Si ya no estás sirviendo a tu gente y has elegido la muerte para ellos", dice Ncube, "entonces ciertamente (...) naciones más fuertes tienen derecho a deponerte".

Considerando que las "naciones más fuertes" han mostrado bastantes reticencias a deponer a Omar al-Bashir, la cabeza del régimen islamista de Sudán que está perpetrando el genocidio en Darfur, la probabilidad de que reúnan la fortaleza para expulsar del poder a Mugabe en Zimbabwe es, en una palabra, nula. En su lugar seguirán difundiendo condenas vacías, como la última declaración de la Administración Bush que "deplora las medidas tomadas por el régimen de Mugabe", pero "está dispuesta a tratar con un nuevo Gobierno de Zimbabwe comprometido con la democracia, los derechos humanos, una política económica robusta y el Estado de Derecho".

Desafortunadamente, las minucias vacías de contenido procedentes del mundo libre no pondrán fin al caos y la crueldad que han convertido a Zimbabwe en un infierno. En el país que fue conocido en tiempos como el granero de África, las descarriadas políticas de Mugabe están matando de hambre a millones. En una nación que muchos esperaban que fuera un modelo de autogobierno postcolonial, los políticos de la oposición son agredidos y encarcelados y las elecciones son manipuladas abiertamente para mantener en el poder al ZANU-PF. En un país en el que hace una década 8 dólares de Zimbabwe se cambiaban por un dólar americano, ahora hacen falta 200.000 para comprar esa divisa.

La miseria que es el Zimbabwe de Mugabe quedó plasmada recientemente por el reportero del New York Times Michael Wines, que describió lo sucedido cuando el dictador, al enfrentarse a una hiperinflación estimada en más del 10.000% al año, ordenó a los comerciantes de toda la nación reducir a la mitad sus precios o afrontar penas de cárcel y la incautación de sus negocios:

El pan, el azúcar y la harina de maíz, pilares de la dieta de todo habitante de Zimbabwe, se han esfumado. (...) La carne es virtualmente inexistente. (...) La gasolina es casi inalcanzable. Los pacientes hospitalarios están muriendo por falta de suministros médicos básicos. Los apagones y los cortes de agua son endémicos. La fabricación se ha reducido al mínimo porque pocas empresas pueden producir bienes a menor coste que los precios de venta impuestos por el Gobierno. Las materias primas se están agotando porque los abastos se están viendo obligados a vender a las fábricas a precios inferiores al gasto de producción. (...) Hasta 4.000 empresarios han sido detenidos, multados o encarcelados.

El 80% de los adultos de Zimbabwe está hoy en el paro. La esperanza de vida se ha hundido hasta los 36 años. La tasa de mortalidad para los niños de hasta cinco años se ha disparado al 65% desde 1990. Mientras los cleptócratas y criminales camaradas de Mugabe conducen coches de lujo, construyen recargadas mansiones y amasan fortunas manipulando el mercado de divisas, los ciudadanos ordinarios se ven reducidos a una inenarrable degradación. Las profesoras se prostituyen para alimentar a sus hijos, aseguró el Times de Londres. Un hombre de Rushinga fue acusado de matar a su hijo de 10 años con el mango de un hacha por comer cuatro ratones que iban a ser la comida de la familia. Aquellos que en su día fueron contables, banqueros o directores de colegio, ahora refugiados en Sudáfrica, sobreviven mediante trabajos domésticos o mendigando en la calle.

Pero Mugabe, con su bigote al estilo Hitler y sus leales armados, permanece firmemente al control. "Cualquiera que esté dispuesto a matar a su pueblo de hambre por el poder es un asesino", dice el arzobispo Ncube. "¿Que más tiene que hacer?"

Se podrían salvar incontables vidas y acabar con un incalculable sufrimiento si Mugabe fuera expulsado del poder. Ya escribí en el 2002 que un destacamento de los marines norteamericanos podría hacer el trabajo en su hora de comer. Los británicos podrían hacerlo. Sudáfrica podría hacerlo. Pero por supuesto nadie hará nada. La cifra de muertos en Zimbabwe continuará creciendo; la miseria continuará extendiéndose; las historias de horror continuarán multiplicándose.

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