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José Carlos Rodríguez

Reliquias intelectuales

Otra de las virtudes que le veo al oro es que funcionó como moneda universal y facilitó aquella globalización a la que jamás se le dio tal nombre, la que integró las economías europeas con América más Japón e India.

Hace un par de semanas Luis Hernández Arroyo escribió un interesante artículo sobre la actual crisis de los mercados. Reconocía la enorme responsabilidad de los bancos centrales y cómo sus errores pueden llevarnos al cataclismo. Pese a todo Hernández Arroyo mantiene su optimismo y su fe, envidiable, en tales instituciones. Y considera que el patrón oro es una ucronía, un término extraño para la institución monetaria que sí tuvo lugar en la historia y que funcionó razonablemente bien. Mejor, mucho mejor, que lo que haya funcionado jamás un banco central. Milton Friedman, que era liberal pero no era dogmático, escribió en su monumental historia monetaria de los Estados Unidos que "el funcionamiento ciego, no diseñado y casi automático del patrón oro resultó dar lugar a una regularidad y predictibilidad mucho mayor –quizás porque su disciplina fue personal e inescapable–, que lo que hayan conseguido el control deliberado y consciente de los acuerdos institucionales concebidos para lograr la estabilidad monetaria".

Baste como indicación de que efectivamente fue así la experiencia de Inglaterra. Si asignamos el número 100 a su nivel de precios en 1661 veremos no los superó más que en la última década del XVIII. Y que quitando la inflación de la guerra napoleónica el nivel de precios se mantuvo más o menos estable de nuevo hasta otra guerra, la de 1914. ¿Hay algún banco central que pueda presumir de una estabilidad como esta? Sólo de 1950 a 1975 el dólar perdió el 57 por ciento de su poder adquisitivo, como el franco suizo. El Deutshce Mark el 53 por ciento y la peseta el 82. El XX ha sido el siglo de la inflación, como lo ha sido del totalitarismo y de las guerras.

Porque, efectivamente, otra de las virtudes que le veo al oro es que funcionó como moneda universal y facilitó aquella globalización a la que jamás se le dio tal nombre, la que integró las economías europeas con América más Japón e India. Y coincidió con una era de paz en Europa como el continente, viejo y ajado de guerras sin fin, no había conocido. Quizás no sea mera casualidad. Pero Luis Hernández Arroyo recupera las categorías mentales de otro gran economista, Carlos Marx, al decir que el patrón oro fue instrumento del imperialismo de las potencias capitalistas y de las clases altas hasta que las bajas lograron acabar con él allá por los años 20. Aquí yo creo que se equivoca. Los debates para elaborar el informe Macmillan, que como el libro de Friedman son muy interesantes, parecen no reflejar ese estado de cosas. Cuando se sugirió a los sindicatos ingleses que se podía acabar con el patrón oro su respuesta fue de una inocencia encantadora, perdida para siempre: "Pero ¿es eso posible?". Difícilmente pudo ser una exigencia de la clase baja.

Hablar de la tesis de Einchengreen, seguidor de Keynes, acaso nos llevaría demasiado lejos para un humilde artículo. Pero es justo recordar que él sitúa el origen del problema en la Gran Guerra, cuando las naciones europeas abandonan el patrón oro. Y que el sistema monetario imperante cuando tuvo lugar la depresión no era el patrón oro, sino una curiosa combinación de dinero fiat y oro con banca central que se conoce como patrón intercambio-oro. Un sistema que, como decía Palyi, era lo suficientemente flexible como para dejarse manipular y lo suficientemente rígido como para no permitir la expansión crediticia por más tiempo. No fue el patrón oro como había funcionado hasta 1914 lo que fracasó.

Ya entrados en harinas de costales de este siglo, puede que sea fácil achacar a los tipos de interés demasiado bajos de antaño los problemas monetarios de hogaño. Es tan fácil, de hecho, que la idea ha sido expresada por muchos economistas puede que desde Cantillón. Quizá se pueda achacar a la manía de estos de explicar fenómenos complejos en los términos más sencillos posibles. Quizá puede que hasta sea cierto, como así parece en las crisis monetarias que conocemos desde 1819.

No es que sea falso, todo lo contrario, que como dice Hernández Arroyo "en el pasado los tipos estuvieron bajos, sí, pero luego subieron hasta los niveles actuales, que no son nada desdeñables". El problema aquí es que no se pueden compensar los primeros con los segundos. Porque cuando la Fed los fijó en el uno por ciento, el sistema crediticio reaccionó facilitando los préstamos baratos, como no podía ser menos. Y las empresas, con las nuevas facilidades, adaptaron sus planes al crédito barato. Como quiera que el capital no es como la plastilina, sino que es heterogéneo y complementario, y que una vez puesto en marcha para un proyecto no es perfectamente moldeable, una subida de tipos no puede compensar, sin más, las pasadas decisiones de empresas y bancos. Hay proyectos malos que se iniciaron sólo porque se favorecieron artificialmente por un crédito excesivo. Bien que los bancos centrales no son los únicos responsables, pero como reconoce el propio Hernández Arroyo su responsabilidad es enorme.

Es cierto, no seré yo quien lo niegue, que para llevar ciertas teorías a la práctica es necesario acudir a que "el Estado tiene el monopolio del legítimo uso de la fuerza" e incluso hacer de esa pretensión un argumento "incontestable". Y también lo es, cómo negarlo, que el patrón oro jamás necesitó de tales amenazas. Quizá, visto el legado de descomposición de la moneda, paro y estancamiento que ha acompañado a excesos por parte de los bancos centrales en los que el oro es técnicamente incapaz de incurrir, con la excusa de haber estrenado un nuevo siglo, sea este el momento de revisar ciertas teorías. Aunque parecieran dogmáticas y anticuadas allá por los años cuarenta.

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