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EDITORIAL

Marruecos no es una democracia

El sultanato marroquí continúa sumido en la corrupción y la inoperancia, males a los que hay que suma el auge islamista y el aumento de la alienación política de los súbditos de Mohamed VI.

Los resultados de las octavas elecciones legislativas celebradas en Marruecos desde 1960 indican que el estado vecino aún dista mucho de ser una democracia. Dirigido con mano de hierro por la Familia Real y sus adláteres, el sultanato marroquí continúa sumido en la corrupción y la inoperancia, males a los que hay que suma el auge islamista y el aumento de la alienación política de los súbditos de Mohamed VI.
 
A nadie debería extrañar el altísimo porcentaje de abstención, alrededor del 60%, puesto que el Parlamento no es sino una simple cámara deliberativa, ya que es el monarca quien nombra al Primer Ministro y a los principales miembros del Ejecutivo. Además, este “rey por la Gracia de Alá”  puede disolver el Parlamento a su antojo y cesar a cualquier miembro del Gobierno. Entre los amplios poderes de Mohamed VI, heredados de su padre y que permanecen inalterados tras ocho años de reinado, figuran la dirección de las Fuerzas Armadas del país y el gobierno mediante decreto, una situación más parecida a la de Europa continental antes de la Revolución Francesa que a lo que de forma hipócrita algunos se empeñan en denominar “país en transición”.
 
Por si fuera poco, el rey y su familia controlan la mayor parte de la economía del país a través de su participación en las principales empresas, tanto locales como foráneas, que por supuesto escapan al escrutinio parlamentario. Casi todopoderoso y responsable ante nadie, el sultán de Marruecos ejerce además una censura implacable sobre cualquiera que ose formular críticas contra su persona o su gestión.
 
Ante este panorama, los resultados de las elecciones del viernes, que frente a todo pronóstico han dado como ganadora a la formación nacionalista Istiqlal, un partido de notables cooptados entre la elite más próxima al monarca, son los esperados. Sin embargo, yerran quienes de forma miope consideran la actual situación un mal menor. Marruecos continúa siendo un polvorín a punto de estallar, y por ende estallarnos. Aún peor, el gradual alejamiento del rey de los EE.UU. y el exacerbamiento del nacionalismo y el antiespañolismo de Mohamed VI no auguran nada bueno para el futuro de nuestras relaciones con Marruecos, pese a las múltiples visitas de pleitesía realizadas por miembros del Gobierno español en los últimos años. Ni siquiera las cordialísimas relaciones entre las casas reales española y alhauita han mejorado la situación de los graves contenciosos que España mantiene con ese país –Ceuta y Melilla, pesca, inmigración, tráfico de drogas y aguas territoriales españolas en el archipiélago canario entre otros-.
 
Si bien el realismo político desaconseja un choque frontal con Marruecos, tampoco las continuas cesiones españolas ante la arrogancia de Mohamed VI han servido para defender los intereses españoles. La política de paños calientes y sumisión a los caprichos del sultán debe concluir.

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