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Jeff Jacoby

Por la legalización de los casinos

Las dificultades que atraviesan los jugadores compulsivos no deben ser minimizadas, pero tampoco empleadas para justificar el autoritarismo. El juego y los casinos no son para todos. Pero lo americano es pecar de liberales.

El gobernador de Kentucky, Ernie Fletcher, quiere que la batalla de su reelección frente al contrincante demócrata, Steve Beshear, gire en torno a los casinos. Fletcher se opone a cualquier extensión del juego legal en Kentucky más allá de las célebres carreras de caballos del estado. Beshear prefiere enmendar la constitución del estado para legalizar los casinos. Hace unas semanas, el gobernador se embarcó en un No Casinos Tour y comenzó a emitir anuncios en televisión advirtiendo de que los casinos significarán más crimen, insolvencia y matrimonios rotos. Su contrincante señala que los casinos ingresarán en las arcas de la administración estatal 500 millones de dólares al año en impuestos.

En Florida, el gobernador Charlie Crist está dando los últimos toques a un acuerdo con los indios semínolas, que controlan siete casinos por todo el estado. Esos casinos han estado limitados a emplear máquinas tragaperras de clase II, que son esencialmente juegos de bingo con adornos luminosos. Pero dado que en el condado de Broward es ahora legal el lucrativo juego de clase III –máquinas y juegos de mesa al estilo Las Vegas–, la ley federal da derecho a los indios a ofrecerlo también, al tiempo que permite que el estado negocie un acuerdo de reparto de beneficios. Crist cuenta con el dinero del acuerdo para tapar los agujeros presupuestarios del estado, pero el presidente de la Cámara de Florida, Marco Rubio, calificó de "moralmente indefendible" la expansión del juego. Las máquinas tragaperras son "siniestras", dice. "Saquean literalmente centavo a centavo a los que menos tienen hasta sacarles su último dólar."

Las escaramuzas en torno a los casinos en Massachusetts resultan estos días especialmente complejas. La ciudad de Middleborough ha invitado a los indios Mashpee Wampanoag a promover un complejo de juego a cambio de que estos realicen mejoras en las infraestructuras y paguen anualmente alrededor de 11 millones de dólares. El interventor de Hacienda del estado, Tim Cahill, lo considera un acuerdo pésimo y quiere que en su lugar el estado subaste las licencias de juego entre promotores privados. Un estudio de la Universidad de Massachusetts en Dartmouth afirma que unos casinos en East Boston, Springfield y New Bedford producirían 430 millones de dólares en ingresos fiscales al año y 10.000 puestos de trabajo. Los enemigos del juego, que van desde la Iglesia Católica hasta la Liga de Mujeres Votantes, advierten de los resultados catastróficos a los que conducirán los casinos. Y todo el mundo está esperando a ver si el gobernador Deval Patrick se decanta a favor o en contra de legalizar los casinos.

Después está Kansas, donde el fiscal general quiere que el Tribunal Supremo del estado decida si la nueva ley de juego es constitucional. Y Michigan, donde los legisladores han estado peleándose a cuenta de permitir o no casinos y carreras de caballos. Y Ohio, donde el gobernador Ted Strickland ha ordenado a cientos de bares, clubes y recreativos que cierren sus máquinas electrónicas de juego o se enfrenten a una denuncia.

Así siguen las cosas, año tras año, estado tras estado. Inversores y empresarios que deberían tener la misma libertad para gestionar un casino que para abrir una zapatería o publicar un periódico son obligados a atravesar un laberinto político caro y agotador, con frecuencia sin garantía ninguna de que se permita abrir casinos alguna vez, por no mencionar que luego además tendrán que obtener una licencia para construir el suyo. ¿Qué otros pacíficos negocios dedicados a ofrecer una forma popular de ocio afrontan tan formidables barreras legales y políticas para poder funcionar?

¿Por qué los gobiernos estatales tratan a los casinos y sus futuros dueños de esta manera? Ciertamente no puede ser debido a ninguna objeción contra el juego en general, pues 42 estados y el distrito de Columbia tienen loterías estatales, con ingresos anuales de más de 50.000 millones de dólares. No se puede deber a que el juego sea intrínsecamente inmoral. Incontables iglesias y organizaciones religiosas recaudan fondos a través de bingos, loterías y noches en Las Vegas. Y ciertamente no puede decirse que el juego incumpla nuestras tradiciones nacionales. En 1776, el Congreso Continental estableció una lotería nacional para ayudar a financiar la Guerra Revolucionaria. Los barcos casino prosperaban por el Mississippi de Mark Twain. Los salones de juego fueron un pilar fundamental de la fiebre del oro californiana. El juego es tan americano como el bourbon y Betty Ross.

No hay buena razón por la que deba estar tan estrictamente acotado el acceso a un negocio de casinos. Es cierto, como señalan el gobernador de Kentucky y muchos otros, que el juego tiene costes sociales. Aunque es una diversión inofensiva para la mayor parte de la gente, algunos jugadores se vuelven adictos. El juego compulsivo puede arruinar vidas y destrozar familias; David D' Alejandro, ex presidente de John Hancock, escribió hace poco la conmovedora historia de la miseria que él y su familia soportaron a causa de la adición de su padre al juego.

Pero el alcoholismo devasta aún más vidas que el juego, pese a lo cual nadie piensa que debamos volver a la ley seca o hacer completamente imposible abrir un bar o una bodega. Los accidentes de tráfico matan cada año a 40.000 estadounidenses y hieren de gravedad a decenas de miles más. Los costes sociales de los coches son muy elevados, pero nadie quiere que los legisladores criminalicen los concesionarios o decidan qué ciudades pueden tener uno. El perjuicio causado por las películas violentas o propagandísticas puede ser enorme, pero eso no es argumento a favor de que el Estado controle los estudios cinematográficos.

Las dificultades que atraviesan los jugadores compulsivos no deben ser minimizadas, pero tampoco empleadas para justificar el autoritarismo. El juego y los casinos no son para todos. Pero lo americano es pecar de liberales.

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