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Serafín Fanjul

Nacionalistas

Si en Pozuelo de Alarcón se descubriera petróleo, en cuestión de días u horas, surgiría un partido independentista que aduciría su insobornable ansia de libertad, a la par que aireaba las incontrovertibles pruebas de su hecho diferencial

Lo que en un principio se pensaba, allá por los setenta, que habría de quedar en mero sarampión o, como mucho, en escarlatina o paperas, que se pasan una sola vez en la infancia y con ello queda el enfermo a salvo de tales dolencias, ha demostrado ser una septicemia generalizada, o más bien un cáncer con metástasis múltiples. Los gloriosos "pilotos de la Transición", "locomotoras del cambio", "timoneles infalibles", etc. se equivocaron de forma estrepitosa: en vez de integrar y civilizar a los cuatro separatistas de toda la vida que había en Cataluña, a los cinco de Vascongadas y al uno y cuarto de Galicia, nuestros sabios prohombres no sólo consiguieron que esos secesionistas se reafirmaran, prosperasen (con el dinero de todos) y obtuvieran apoyos inimaginables ni durante la Segunda República, sino que hicieron escuela. Ahora, en toda España proliferan los "nacionalistas", la mayoría –la base– por exaltación y sobrevaloración cazurra del terruño y otros con miras menos deletéreas que las clases de dulzaina o los sobaos pasiegos, es decir los aspirantes a constituir en Logroño, León o Santander una clase política equiparable a las castas de buenos vividores que controlan ya varias comunidades autónomas. Y sine die.

La receta es fácil, al alcance de cualquier cerebro y de todos los niveles culturales. Bien es verdad que chicos (los todavía postulantes de León o Gran Canaria) y grandes (los torvos meapilas del PNV) coinciden en algunos rasgos básicos, aparte del evidente de colgarse a la ubérrima teta de los presupuestos: su odio visceral por la patria común de todos los españoles, la correlativa actitud mezquina de esconder, cuando no vituperar, sus símbolos y cuantos elementos resulten factores de unidad general (que son casi todos los hechos históricos, culturales y socioeconómicos en presencia) y el disimulo, de momento, respecto a sus objetivos finales, que son la ruptura –y por ende en un clima de hostilidad y odio generalizados– de la unidad nacional. En los últimos días y semanas ya ni fingen, consideran a Rodríguez en su verdadera dimensión de monigote incapaz de hacerles frente, y se lanzan a reclamar la independencia (unos) u "opciones soberanistas" (los otros, que aún no acaban de quitarse del todo la careta por razones tácticas).

Los que insisten en la terminología suave –pensamiento débil, a fin de cuentas– y hablan de soberanismo o Estado confederal, de hecho están reconociendo en esas palabras la insignificancia de sus patrias y la imposibilidad material de sacar adelante un proyecto independentista sobre un territorio exiguo, una población reducida y un déficit fijo en los dineros. Llenarse la boca gritando que Ribadeo y Castropol nada tienen en común comporta problemas irresolubles, sobre todo en el bolsillo. El ABC de toda independencia bascula en torno a una oligarquía local que, en un momento dado, decide explotar en exclusiva los recursos económicos inmediatos emancipándose de poderes administrativos y políticos superiores y lejanos. Es así. Y lo mismo vale el principio para grandes entidades que, andando el tiempo, se convierten en estados nacionales, que para Matalascabrillas del Duque.

Si en Pozuelo de Alarcón se descubriera petróleo, en cuestión de días u horas, surgiría un partido independentista que aduciría su insobornable ansia de libertad, a la par que aireaba las incontrovertibles pruebas de su hecho diferencial, demostrativas de cómo en el pasado nunca la localidad tuvo nada que ver con Aravaca y menos aun con Madrid: hasta la lengua es distinta, vaya, entérense, so ignorantes centralistas, y pronto tendremos una remesa de doctores en Lingüística egresados de Vitoria, de la Autónoma de Barcelona o de la Pompeu Fabra, que elaborarán gramáticas, diccionarios y cuantos estudios sean precisos para probar que el pozuelino y el español son lenguas divergentes y netamente diferenciadas y –además– la segunda, imperialista. Y de ahí nacerá una Academia de la Lengua Pozuelina y una copiosa Floresta de textos antiguos y modernos en ella redactados, se imprimirán manuales escolares y traducciones y los cuerpos de traductores oportunos exigirán su lugar en las Cortes, al tiempo que se difunden airadas y despectivas respuestas de los académicos y de los candidatos a serlo contra quienes osen –reminiscencias del fascismo residual y centralista– sugerir tímidamente que quién sabe, tal vez, quizás, a lo mejor, el pozuelino es una variante –noble y digna, lo decimos con todos los respetos, sin ánimo de ofender– del principal romance que se habla en la Península. Y es que los españoles, esos seres ya inencontrables desde que Pujol decidió que España no existe, son tipos incultos y muy pesados.

Pero en toda esta verbena fallan los números. Mientras Madrid, Cataluña, Vascongadas, Navarra, Baleares y Valencia tienen economías que producen excedentes (quizás habría que añadir Murcia y La Rioja), los demás viven de su trabajo (cosa que nadie niega) y... de los fondos que llegan de las regiones más desarrolladas. Y está bien que así sea, en tanto que somos españoles y, en definitiva, nos necesitamos todos a todos. Pero Navarra y el País Vasco cuestan dinero a la caja común (reciben más de lo que dan: para algo sirve el espantajo de los asesinos) y si Cataluña (con sus pretensiones anexionistas a bordo) deja de ser contribuyente neto, ¿alguien piensa que los residentes en la provincia de Madrid somos tontos? ¿Que vamos a seguir financiando los monumentales agujeros de la minería asturiana, de la Seguridad Social andaluza o de la escasa productividad del agro gallego y de todas las comarcas aledañas a Portugal?

Claro que hay causas para estas fallas económicas y que se pueden y deben combatir, pero no contra la lógica formal. Los gobiernos de Madrid no son culpables, por ejemplo, de la pérdida de interés por el carbón a escala mundial o de los altos costes de extracción en Asturias comparados con los de Sudáfrica o Polonia; tampoco de la carencia de grandes bancos de pesca en las costas españolas similares a los de Terranova, Marruecos, Argentina o Namibia. Y etcétera. Y, sin embargo, cuando hay un Prestige, inundaciones en Valencia o incendios en Corcubión, apoquinamos todos. Y es bueno que así sea. Pero si un asturiano te dice –como me han dicho a mí– que las grandezas y proyectos comunes de España a él le tienen al fresco, un almeriense (o un habitante de Madrid con más motivo) puede responderle con toda razón que lo que verdaderamente a él le importa un bledo son la Santina, la sidrina y el futuro de las minas. Un pésimo camino. Para todos.

En España

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