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EDITORIAL

Al Gore y el Premio Nobel de la Paz: tal para cual

No cabe duda de que Al Gore y el IPCC se merecían el Premio Nobel de la Paz, pues hace ya mucho tiempo que el galardón se ha especializado en los gestos vacíos, grandilocuentes e hipócritas, sin ninguna relación demostrable con la paz.

Al Gore y el IPCC sin duda se merecían el Premio Nobel de la Paz. No porque hayan hecho nada a favor de la paz, naturalmente. La misma nota de prensa del comité noruego encargado de concederlo se ve en inmensas dificultades para ofrecer una justificación. El premio les ha sido otorgado por "sus esfuerzos en crear y diseminar un mayor conocimiento sobre el cambio climático debido a la mano del hombre, y por colocar las bases de las medidas necesarias para contrarrestarlo". De ahí a la paz, un largo trecho, el que toman los noruegos afirmando que la climatología podría llevar a migraciones a gran escala y mayor competencia por los recursos, lo que incrementaría el riesgo de conflictos violentos. Demasiados condicionales indemostrables.

Pero, a pesar de ello, no cabe duda de que lo merecían, pues hace ya mucho tiempo que el galardón se ha especializado en los gestos vacíos, grandilocuentes e hipócritas, sin ninguna relación demostrable con la paz. Un sesgo que sufre desde sus inicios, pero que desgraciadamente se ha exacerbado con los años, como demuestra que nunca lo haya recibido el Rey Juan Carlos I, capaz de liderar una transición pacífica de la dictadura a la democracia. Los candidatos ideales para el comité no son aquellos que realmente han hecho algo por la paz, sino personas afines, con unas ideas que puedan adoptar como propias.

Según ese criterio autocomplaciente, Al Gore y el IPCC eran candidatos perfectos. Sus posibles méritos carecen de relación alguna con la paz, pero la concesión permite a los miembros del comité quedar como personas altamente preocupadas por el medio ambiente y en línea con las obsesiones de la progresía internacional, que parece ser lo único que les interesa de un tiempo a esta parte.

Así, Al Gore y el IPCC se encontrarán en la perfecta compañía de Rigoberta Menchú, a la que se le otorgó el galardón por convertir su vida en un símbolo de la lucha por los indígenas, una biografía que se demostró falsa de principio a fin, como buena parte de las aseveraciones de Al Gore, que contradicen las del IPCC, o las del propio organismo de la ONU, cuyas conclusiones son cocinadas por políticos y no por científicos, y de la cual se han "borrado" muchas eminencias por su creciente politización.

Tampoco importa la profunda hipocresía de Al Gore, que le permite tener entre sus propiedades minas altamente contaminantes o que su hogar gaste más electricidad –esa que nos conmina a ahorrar si no queremos enfrentarnos al apocalipsis– que los de 20 familias norteamericanas medias, ni los extraordinarios rendimientos pecuniarios de su cruzada, ejemplificados con el casi medio millón de euros que se embolsó por un par de conferencias en las Canarias. Por más que se esforzara, no podría competir en ese terreno con galardonados como Kofi Annan, responsable del corrupto programa Petróleo por Alimentos y padre de Kojo.

No obstante, pese a resultar una concesión perfectamente congruente con la filosofía con que se otorgan habitualmente estos galardones, hay que indicar que con este premio el comité noruego introduce al Nobel de la Paz en aguas inexploradas. A partir de ahora, podrá concederse a personas e instituciones que han contribuido a la paz por evitar conflictos que jamás han tenido lugar y que puede que nunca sucedan y cuyos esfuerzos, de hecho, pueden no tener nada que ver con las causas que originen esas hipotéticas guerras. Hay que quitarse el sombrero ante semejante derroche de imaginación.

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