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José Enrique Rosendo

Corrupción e intervencionismo

Es curioso que aquellos países en los que existe mayor libertad económica, como es el caso de Estados Unidos o Gran Bretaña, es donde se acusa en menor medida el fenómeno de la corrupción.

Transparencia Internacional ha hecho público su índice sobre la percepción de la corrupción en el mundo. España no sale bien parada, ya que un 3% de los encuestados reconoce haber realizado algún soborno, un porcentaje que nos sitúa en el nada honroso séptimo lugar de la Unión Europea, y el cuarto si exceptuamos a las repúblicas procedentes del viejo Telón de Acero.

Es curioso que aquellos países en los que existe mayor libertad económica, como es el caso de Estados Unidos o Gran Bretaña, es donde se acusa en menor medida el fenómeno de la corrupción. Por el contrario, en donde los aparatos estatales son enormes o articulan en precario la recepción de fondos de solidaridad internacional, los porcentajes de ciudadanos que reconocen haber sufrido el pago de mordidas crece proporcionalmente hasta alcanzar cifras que rondan el 50%. De ello podemos colegir el principio general de que la libertad económica favorece la transparencia y, desde luego, reduce la corrupción, en tanto que el intervencionismo la promueve o cuanto menos la cataliza.

En España hemos vivido en estos últimos cuatro años un inaudito proceso de acumulación de poder en favor de los políticos, esto es, del Estado. Se trata de un fenómeno impulsado por los partidos que ideológicamente son más intervencionistas, como es el caso de los socialistas y también de los nacionalismos tanto de izquierdas como de derechas. Con la excusa de la protección del medio ambiente, la defensa de la salud, la promoción de la igualdad y un supuesto afán de moralizar la sociedad desde parámetros progres (el pensamiento único, políticamente correcto), hemos extendido la regulación normativa de un sinfín de asuntos cotidianos que debieran estar en la esfera indisponible de lo particular.

Por otro lado, las reformas estatutarias han servido de coartada para ampliar el poder político en el ámbito de lo privado. El Estatuto catalán, con la excusa de promover lo autóctono, ha exprimido la libertad de las personas en beneficio del dictado arbitrario de la administración autonómica. No hablamos ya sólo de algo tan personal como la lengua o la educación, sino también de numerosísimos aspectos que determinan la vida misma de las empresas. Y como hemos visto, el Estatuto catalán ha servido como modelo para el resto de reformas estatutarias aprobadas o pendientes de aprobar, en una espiral que parece no tener fin, debido esa maléfica combinación de tener un Título VIII de la Constitución abierto y ambiguo al mismo tiempo que un sistema electoral que prima a los partidos centrífugos.

La OCDE ha advertido del deterioro para la economía que supone el aumento de burocracia y la extensión de la corrupción que le es inherente. España perderá, por esta razón, dos puntos de crecimiento de su PIB en los próximos cinco años, según estudios de prestigiosos organismos independientes. Nosotros, sordos como siempre, no hacemos otra cosa que engordar la nómina de funcionarios y el talonario de los políticos a costa de los contribuyentes netos, que son quienes en realidad apechugan con la generación de riqueza. Justo lo contrario de lo que deberíamos estar haciendo si quisiéramos de verdad ser competitivos.

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