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Agapito Maestre

Nostalgia de Barcelona

Al nacionalismo y a los intelectuales socialistas siempre les ha faltado la alegría.

Nadie que se tome en serio la exigencia de la SGAE, o sea, de pagar un canon digital a un gremio bien organizado, podrá dejar de reconocer que este país ha caído en la locura, o peor, en la tristeza absoluta en la que nos tiene sumidos una impresentable asociación de "artistas" defensores del socialismo real y miserable. Un Gobierno que toma en serio ese tipo de exigencias es, en efecto, gris y mediocre. Y, lo que es peor, esa mediocridad ha alcanzado al partido de la oposición, que no sabe si votar en contra o a favor de tal engendro. He ahí la prueba de que este país está tomado por la quincalla de los pedigüeños y las "clases pasivas". He ahí uno de los resultados más lamentables del socialismo de Zapatero: Cobrar por adelantado algo como un CD en blanco o similar, que nadie sabe si será o no usado, es la quintaesencia de la usura socialista.

¡Cuánta usura, o sea, tristeza produce el socialismo zapateril! Triste era el socialismo real y triste es el socialismo-nacionalista de Zapatero. Doblemente triste es el socialismo de jetas y ricachones. Tristes son los nacionalismos. Tristísimos y asesinos son todos los independentistas. Han conseguido arruinar todo lo que han tocado. Y, además, son cutres y paletos. Representa la quintaesencia del casticismo. La unión de socialismo y casticismo da lo que tenemos: miseria política y nada intelectual. Todo parece tocado por esta conjunción astral de nacionalistas y socialistas. Todo parece manchado por la ridícula concepción del mundo que pone la libertad en un lugar subalterno del alma humana. La panza, la panza y la panza es lo único que preocupa a este personal ridículo y soez.

No hay nada que hacer. Sólo queda la nostalgia. ¿Nostalgia? Sí, el dolor que encierra la idea de regreso, o mejor, la imposibilidad humana de volver sobre nuestros propios pasos. La repetición es imposible. Si alguien consiguiera cerrar el círculo entre su principio y su final, sería eterno. Imposible. El ser es finito porque nunca puede volver al principio. El final no puede unirse al principio. El círculo es una quimera. Eso es la nostalgia para bien y para mal. Para bien, porque el sentimiento de dolor que nos provoca la imposibilidad del regreso, podemos traducirlo artísticamente, literariamente. Mientras escribimos, sí, creemos que regresamos y, además, podemos provocar algo similar en quien nos lee. Eso es, exactamente, lo que ha hecho Federico Jiménez Losantos en La ciudad que fue. Un bella pieza narrativa, un pacto autobiográfico del autor con su pasado, para "volver" sobre una Barcelona que nunca fue como él la imagina. Esa es la otra cara de la nostalgia, la cara menos amable, el momento utópico –sin lugar– proyectivo de Federico para ocultar lo real.

¿Lo real? Sí, sí, la tristeza que ya entonces albergaba Barcelona y que, después, ha invadido España entera. Ya en esa época, concretamente en el 73, lo decía uno de los "inventores" de la Gauche Divine: "Lo que nos falta es la alegría". Castellet tenía razón. Al nacionalismo y a los intelectuales socialistas siempre les ha faltado la alegría. El gay saber. Eso, siempre, fue un asunto de la urbe, de la ciudad, de Madrid. He ahí la diferencia entre Madrid y Barcelona. La primera siempre ha sido punto de partida y de llegada. Principio y fin que nunca se cogen de la mano. Nunca se cierra. Ciudad abierta. De Barcelona sólo nostálgicamente, melancólicamente, podría decirse algo parecido.

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