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Serafín Fanjul

El caso Gibbons

Imaginen que la misma maestra, en España, pregunta a un niño llamado Jesús cómo llamarán al muñeco y el rapaz dice, lógicamente, que Jesús. Y a continuación nos lanzamos a la madrileña Plaza Mayor a reclamar un auto de fe

Los hechos son conocidos y por tanto no me entretendré mucho refiriéndolos: una maestra inglesa de 54 años decide iniciar una vida nueva y se trasplanta al Sudán para enseñar su lengua a escolares chicos. Jugando con los críos, por aquello del "enseñar divirtiendo" que decía Skinner, dan el nombre de Muhammad a un osito mascota del grupo y a propuesta de uno de los tiernos infantes así llamado. A partir de ahí, algún padre, enterado del sacrilegio, enciende la mecha y la infeliz –entre ingenua e ignorante, sobre todo por no saber dónde se había metido– es apresada con amenaza de juicio islámico (en el país rige la Shari’a) y los consiguientes latigazos y meses de cárcel que le cuadrarían de ser declarada culpable, eventualidad más que posible. Pero con ello no basta: multitudes enloquecidas por el fanatismo exigen, machete en mano, en las calles de Jartum, la cabeza de la delincuente que –aseguran– ha ofendido al Profeta de los musulmanes. Gillian Gibbons, tal es el nombre de la incauta, salva el pescuezo porque detrás tiene una nación y un Gobierno que sí se ocupan de defender a los suyos: mejor ni pensar qué sería de una española en idéntica circunstancia.

La prensa española ha contado que la profesora bautizó al peluche con el nombre de Mahoma, lo cual no es mentira, pero constituye una inexactitud muy incompleta. Muhammad es la forma árabe (la original, la verdadera) del nombre que nosotros castellanizamos –y seguiremos haciéndolo, si no somos unos cursis– en Mahoma. Pero es que entre los musulmanes (en Sudán no digamos) llamarse Muhammad es como por acá Pepe, Manuel, Rafael o Francisco. El incidente sería irrelevante, hasta en la clase infantil donde ocurrió, de no mediar una histeria colectiva propiciada y azuzada por una sociedad analfabeta, unas autoridades religiosas que aprovechan cualquier minucia para enviscar a su tropa y un Gobierno islamista que tampoco pierde comba para sacar a las gentes a la calle contra el enemigo exterior en uno de los países más pobres de Africa, que ya es decir.

Imaginen que la misma maestra, en España, pregunta a un niño llamado Jesús cómo llamarán al muñeco y el rapaz dice, lógicamente, que Jesús. Y a continuación nos lanzamos a la madrileña Plaza Mayor a reclamar un auto de fe, o a la Plaza de la Paja para que se le suministre un buen garrote, porque los escenarios reales siempre animan el ambiente y nada vendría mejor que repetir la justicia in situ. ¿Les cabe en la cabeza algo así? Me dirán, claro, que España no es Sudán y que ni siquiera en los peores tiempos de la Inquisición se actuaba de modo tan irracional y arbitrario, entre otras cosas porque a los reos de los peores "delitos" (rigurosamente entrecomillados) se les ofrecía tropecientas veces la oportunidad de retractarse.

En todo caso, el auténtico error de esta mujer –como el de tantas otras– es no calibrar el lugar elegido para buscar "una vida nueva". Desconozco los detalles de su biografía, pero he conocido demasiados ejemplos semejantes como para no relacionarla mutatis mutandis con numerosas guiris-guiris (las españolas ejercen de tal encantadas en cuanto rebasan Benidorm o Tarifa) convencidas de que todo el mundo es diver y guay y que pueden vestirse, actuar, hablar y relacionarse con cualquiera en los mismos términos en que se desenvuelven en Lavapiés o Malasaña. Los resultados, en ocasiones, se quedan en mera prohibición de visitar una mezquita por presentarse en short y con escotes de vértigo, lo cual no es muy grave; pero la cosa adquiere otros tintes si la pánfila se ha casado, le han cargado de hijos y ha decidido "ser ella misma", "encontrarse a sí misma a nivel de comunicación y bla, bla" y, de pronto, despierta y se ve sumergida en una sociedad que no entiende sus razones ni se le da un ardite por cuantos ruiseñores cantan en su corazón cuando, por las mañanitas, contempla los rojizos rayos del sol sobre el valle de Petra. Y si lo adobamos con negritos tiernos, pinturas murales en casas de barro y la superstición multiculti, imaginen la dulce conmoción sensiblera de una maestra británica de 54 años.

A veces pienso que, en lo concreto y a corto plazo, el problema no reside siquiera en el fanatismo islámico, sino en la bobería, en verdad modélica, de todas estas occidentales aburridas que creen poder encontrar lejos lo que no encuentran –ni encontrarán jamás– cerca. El vacío lo llevamos, o no, con nosotros mismos y eso no se cura ni se arregla con negritos, calorinas y palmeras.

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