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José García Domínguez

Parlez-vous français?

Mas lo peor de los imbéciles es que con ellos siempre sucede lo mismo que con las desgracias: nunca llegan solos.

En este intratable país de cabreros, que diría Gil de Biedma, de nada vale que uno se haya pasado la vida leyendo y estudiando, pues sólo se plegarán a tomarlo en consideración el día que lo escuchen contando un chiste en la radio o al ver sus caries sometidas a exposición pública desde cualquier circo televisivo. Ésas son cosas que, aquí, ocurren con todo el mundo, aunque de modo muy especial entre los parientes hasta el tercer grado. Tengo yo uno, más o menos carnal, más o menos lejano, más o menos ausente de mi vida a partir de aquella mañana que a mi madre se le ocurrió disfrazarme de marinerito con la excusa de celebrar la primera comunión, que no para de bombardearme a e-mails desde que asomo la cara en los medios.

Gallego de Lugo y comerciante consagrado al mercadeo de no recuerdo qué sustancias al por menor, en el último correo me narraba cierta hazaña patriótico-mercantil suya, con ruego expreso de que diese a la gesta oportuna difusión en prensa, radio y, a ser posible, también en la tele. Obviando los detalles marginales del asunto, la epopeya de mi deudo puede resumirse en que puso de patitas en la calle a una familia catalana que incurrió en la grosería de adentrarse en su negocio hablando en lemosín. En fin, quede aquí constancia del hecho, aunque sólo sea para certificar que nadie está libre de contar con un verdadero imbécil entre sus consanguíneos.

Mas lo peor de los imbéciles es que con ellos siempre sucede lo mismo que con las desgracias: nunca llegan solos. Así, ojeando esta mañana la sección de Cartas al Director de La Vanguardia, he sabido de la última machada del alter ego, media naranja espiritual y alma gemela de mi necio pariente B. Aunque doy por sentado que el lector atento ya habrá adivinado a quién me estoy refiriendo, no estará de más aclarar que el protagonista de lo que queda de artículo habrá de ser la segunda autoridad del Estado en Cataluña, o sea, Josep-Lluís, que no José Luis. Pero, mejor que el columnista, dejemos que sean don Pere Sabala y su esposa, doña Laia Boada, quienes den cuenta del aventi allende el Ebro. Por mi parte, me limitaré a traducir al castellano su desahogo cívico:

Esta mañana estábamos almorzando con nuestra hija en una cafetería de Barcelona y, de repente, una voz grave y rotunda nos ha deseado un buen día. Era él, el señor Josep Lluís Carod-Rovira, evidenciando así su presencia. Bien, una vez efectuado el saludo matinal a todos los allí presentes, se ha dirigido a la camarera, de un obvio origen sudamericano, y le ha preguntado en catalán si debía pedir en la barra o si, por el contrario, podía sentarse a la espera de que tomasen nota del pedido. La camarera no ha contestado, en un gesto evidente de no entender el catalán. Entonces el señor Carod-Rovira le ha dejado caer un cínico, alto y claro "parlez-vous français?", pregunta que, evidentemente, la camarera sudamericana ni ha entendido, ni ha podido contestar.

No tenemos palabras para explicar la vergüenza que hemos sentido en ese momento como barceloneses, como catalanes y, sobre todo, como personas. ¿Así debemos tratar a los inmigrantes? ¿Ridiculizándolos? Ha sido un lamentable espectáculo por parte del que es hoy la segunda máxima autoridad de la Generalidad de Cataluña y, por tanto, del Principado. Liberté, egalité, fraternité!, monsieur Carod.

Lo dicho, nunca llegan solos.

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