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Mark Steyn

El pesebre, a tomar viento

¿Cuál era el lema ahora de los abortistas? ¿No era algo así como "todo hijo debería ser deseado"? Pues ya no. La postura progresista ha evolucionado sutilmente: ningún hijo debería ser deseado.

Esta es la época del año en la que, como dijera Hillary Clinton en cierta ocasión, los cristianos celebran "el nacimiento de un niño sin techo" o, en feliz reformulación de Al Gore, "una mujer sin techo dio a luz a un niño sin techo".

Sólo por precisar los conceptos, Jesús no era "sin techo". Tenía una casa de los más apañada por la zona de Nazaret. Pero le dio por nacer en Belén. Era época de hacer el censo y José estaba obligado a recorrerse el país de cabo a rabo para registrarse en su ciudad natal. Lo cual es una pesadilla burocrática tan absurda e irracionalmente excesiva que seguramente sólo sea cuestión de tiempo que vuelva a ponerse en vigor en Massachusetts o California.

En cualquier caso, la conclusión es que la historia de la Navidad no tiene nada que ver con la vivienda asequible, José y María no pudieron encontrar una habitación de hotel: ése es el único aspecto inmobiliario del suceso. La senadora Clinton y el vicepresidente Gore están complicando demasiado las cosas: el 25 de diciembre no es la celebración de "un niño sin techo", sino de un niño, y punto.

Asumamos como cierto, sólo por un momento, que, tal y como Christopher Hitchens y Richard Dawkins y los demás ateos superventas insisten, lo sucedido en Belén hace dos siglos no es más que un montón de chorradas. Como escribía hace un año, no lo considere como un evento, sino como un relato: si quiere iniciar un gran movimiento global partiendo de cero, ¿qué puede emplear? Pues el nacimiento de un niño. Por una parte, ¿qué podría estar más indefenso que un bebé recién nacido? Por la otra, sin él, el hombre es al final impotente. Porque sin vida nueva no puede haber civilización, sociedad, nada.

Incluso si fuera una chorrada supersticiosa, la decisión de arraigar la divinidad de Cristo en el milagro de su nacimiento expresa una verdad profunda –y racional– acerca sobre la "vida eterna" aquí en la Tierra. El año pasado escribí un libro sobre el declive demográfico y me convertí en el peñazo número uno de la demografía; resulta tentador limitarse a hacer una auditoría anual de finales de año sobre la debilidad demográfica de lo que antiguamente solía llamarse cristianismo. Hoy, en el cuartel general corporativo de la religión cristiana, el Papa Benedicto mira por su ventana una ciudad en la que las voces de los niños son cada vez más infrecuentes. Italia tiene una de las tasas de natalidad más bajas de Europa. Si tiene la oportunidad de contemplar una gran boda familiar rural verá montañas de tías, tíos, abuelos y abuelas, pero cada vez menos bambinos. El International Herald Tribune publicó la semana pasada las últimas noticias sobre la implacable geriatrización del país: en el concurso de belleza de Miss Italia, la edad media de los presentadores del acto fue de 70 años; sólo Suecia le supera en lo que se refiere a la proporción de su población con más de 85 años de edad, tiene la población más reducida por debajo de los 15 años. Etcétera.

Así que, en la Italia post-católica, estas Navidades no habrá milagro del niño, a menos que contabilice como tales al 70% de italianos entre las edades de 20 y 30 años que aún vive en la residencia familiar, los adolescentes más viejos del mundo que aún suben penosamente las escaleras hacia la habitación en la que dormían cuando eran niños hasta cerca incluso de su cuarta década de existencia. Eso es algo que vale la pena tener presente si eres un bombón americano que se va a Roma de vacaciones: cuando ese atractivo italiano de 29 años con su encanto mediterráneo te pida en el bar de solteros que te tomes con él la última a solas, lo haréis en casa de papá y mamá.

A menudo me dicen que mi argumento la-demografía-lo-es-todo resulta anacrónico: los países necesitaban mano de obra en la era industrial, cuando trabajábamos en fábricas. Pero ahora las sociedades avanzadas son "economías del conocimiento", y necesitan menos plantillas. Extrañamente, el Índice de Capital Humano Europeo del Consejo de Lisboa, dado a conocer en octubre, piensa exactamente lo contrario, que el calamitoso declive de la población va a impedir que los países de Europa central y oriental sean capaces de funcionar como "economías de innovación". La "economía del conocimiento" será tan inteligente como los cerebros con los que pueda contar.

Mientras tanto, hay algunos europeos que siguen teniendo hijos: el Gobierno británico acaba de anunciar que Mohammed es hoy el nombre masculino más popular en el Reino Unido.

Como decía, la auditoría demográfica se ha convertido en una especie de tradición anual en esta columna. Pero si hubo algo que hizo su puesta de largo en el año 2007: el anti-humanismo radical, largo tiempo presente debajo de la superficie, ha aflorado y pasado a ser explícito y respetable. En Gran Bretaña, el Optimum Population Trust afirmó que "la mayor causa de cambio climático son aquellos que cambian el clima, en otras palabras, los seres humanos", y el profesor John Guillebaud pidió a los británicos reducir voluntariamente la cifra de hijos que tienen. Hace bien poco, Barry Walters iba aún más lejos en el Medical Journal of Australia: al infierno con esta mariconada de la reducción "voluntaria" de la natalidad. El profesor Walters quiere "gravar fiscalmente como emisiones de dióxido de carbono" los bebés, con, a la inversa, "créditos para emitir CO2" a quienes se sometan a procedimientos de esterilización. Eso sería una gran noticia para las ecoactivistas a las que hicieron recientemente un reportaje en el Daily Mail londinense, en el que fanfarroneaba sobre cómo se iban a ligar las trompas y abortar con el fin de salvar el planeta. "Toda persona que nace – dice Toni Vernelli – produce más basura, más polución, más gases de efecto invernadero y se suma al problema de la superpoblación". Nosotros somos la polución, y la esterilización es la solución. La mejor manera de legar un medio ambiente más sostenible para nuestros hijos es no tener ninguno.

¿Cuál era el lema ahora de los abortistas? ¿No era algo así como "todo hijo debería ser deseado"? Pues ya no. La postura progresista ha evolucionado sutilmente: ningún hijo debería ser deseado.

A propósito, si está usted buscando regalos de última hora, Oxford University Press ha publicado un libro del profesor David Benatar, de la Universidad de Ciudad del Cabo, titulado Mejor no haber nacido: el perjuicio de venir a la existencia. El autor "está a favor de la corriente antinatalista, que considera que tener hijos siempre está mal... El antinatalismo también da a entender que sería mejor si la humanidad se extinguiera". Tampoco está mal El mundo sin nosotros, de Alan Weisman, que Publishers Weekly elogía como "un fascinante viaje por el mundo que anticipa, con frecuencia poéticamente, cómo sería un planeta sin nosotros". Es un detalle que lo "anticipe" poéticamente, porque una vez que ocurra no va a haber más poesía.

Para que no piense que los de arriba son "extremistas", considere lo mucho que han invertido en ficción los intelectuales que más atención reciben en los medios. En la reciente congregación climática de Bali, el reverendo Al Gore sermoneó a los fieles: "Mi propio país, Estados Unidos, es el principal responsable de obstruir el progreso aquí". ¿De verdad? La página web del American Thinker publica las cifras. En los siete años entre la firma de Kioto en 1997 y el 2004 ocurrió lo siguente:

  • Las emisiones mundiales crecieron en un 18,0%.
  • Las emisiones de los países que firmaron el tratado crecieron en un 21,1%.
  • Las emisiones de los no firmantes aumentaron un 10%.
  • Las emisiones de los Estados Unidos crecieron un 6,6%.

Es difícil no concluir que alguna forma de enfermedad mental se ha apoderado de las élites del mundo. Si usted pertenece al grupo cada vez más reducido de occidentales que celebrará en pocos días el nacimiento de un niño, ya sea "sin techo" o no, aprovéchelo al máximo. Dentro de uno o dos años los ecoprofesores acabarán proponiendo prohibir los belenes porque dan mal ejemplo.

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