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José Enrique Rosendo

Acotar la mala descentralización

El vaciamiento semántico del Estado se está produciendo por la vía de duplicar las instituciones y los organismos. Un ejemplo de ello es la Agencia Tributaria catalana y dentro de poco las que tendrán otras muchas comunidades autónomas para no ser menos.

Por mucho que Rodríguez Zapatero se gaste el dinero ganso que dice el PP en propaganda de su Gobierno con énfasis en la palabra España, el algodón no engaña y a la mínima las fuerzas centrífugas, a decir de Felipe González, vuelven a poner las cosas en su exacto lugar. O sea, que el dos de enero los catalanes van a contar con su propia Agencia Tributaria, conforme lo previsto en la hoja de ruta marcada por el Estatut.

Desde luego la descentralización del poder, como ya nos previno Tocqueville al observar la génesis de los Estados Unidos, es un elemento necesario e imprescindible, uno más de otros tantos, para que la democracia no derive en aquéllos "efectos involuntarios" de un utopismo devastador.

Pero la radicalización de esa descentralización que estamos viviendo en España está enfatizando los efectos negativos más que los positivos, de modo que el aumento del autonomismo, enfocado como una vía hacia el futuro soberanismo e incluso independentismo, está construyendo sociedades sometidas a poderes intervencionistas cada vez más amplios e invasores que, a la postre, deterioran la calidad democrática de nuestro país y sin duda la libertad de las personas.

Zapatero en esta legislatura ha hecho caso omiso del sabio principio de Thomas Jefferson que afirma que las grandes innovaciones no deben basarse en pequeñas mayorías. Es más, ha hecho, imprudentemente, todo lo contrario: ha desbaratado los andamios sin reparar en los costes futuros con la única intención de prolongarse en el poder.

El fenómeno español viene empujado, claro está, por ciertas peculiaridades de nuestro sistema político, la más importante de las cuales es la generalización de partidos de corte nacionalista en diversas comunidades autónomas que se benefician de un sistema electoral manifiestamente mejorable. A ello se une, claro está, el título VIII de la Constitución, pactado en una mesa camilla por Alfonso Guerra y Abril Martorell, que para solucionar el encaje en el nuevo régimen de los catalanistas y los vasquistas consiente un proceso abierto que se puede exprimir, como estamos viendo, como un cítrico inagotable.

El vaciamiento semántico del Estado se está produciendo por la vía de duplicar las instituciones y los organismos. Un ejemplo de ello es la Agencia Tributaria de Cataluña y dentro de poco las que tendrán otras muchas comunidades autónomas para no ser menos. Al final de todo este proceso, alguien hará las cuentas, y la resultante será que uno de los problemas de nuestra economía será el excesivo peso de lo público, de lo burocrático, y terminará proponiendo el adelgazamiento de una de las dos estructuras. Por supuesto, le tocará la china a la estatal. Sobre todo si la estabilidad de los gobiernos de España sigue dependiendo de los apoyos parlamentarios de los nacionalistas, de manera que al final de todo este proceso lo que tendremos será un confederalismo basado en que quien recauda será la periferia y quien mendigue asignaciones para los programas nacionales será el Estado. Algo definitivamente atroz, equivalente a inocular una polilla en la madera constitucional.

El PSOE y el PP podrían poner freno a esta espiral diabólica. Pero no lo hacen porque no lo pueden hacer. Porque están atrapados, literalmente, por el sistema electoral y la conformación parlamentaria. De modo que, cuando traten de enmendar todo este embrollo, será demasiado tarde. Hemos generado, inconscientemente, ese fenómeno del "efecto de la rueda dentada" de la que hablaba Keith Joseph, el ideólogo de cabecera de Margaret Thatcher.

En la próxima legislatura todo apunta a que el PSOE y el PP estarán muy igualados. Mala cosa en una situación económica como la que vamos a vivir, sobre todo si sumamos que el PNV y los catalanes van a aprovechar esa coyuntura para redoblar el reto al Estado generando aún más inestabilidad institucional. Justo lo contrario, ya digo, de lo que necesita el mundo del dinero para invertir y generar riqueza. Pero si las cartas vienen dadas de esa manera, como parece probable, lo más inteligente, lo más patriótico, lo mejor que podrían hacer los dos grandes partidos es consensuar una nueva ley electoral que acote definitivamente a los nacionalismos e, inmediatamente después, proceder a la nueva convocatoria de elecciones.

Ustedes convendrán conmigo que soñar es gratis. Pues eso.

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