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José García Domínguez

El espíritu de la época

Si algo caracteriza al zapaterismo es la distorsión hasta el esperpento de los criterios meritocráticos que en cualquier democracia madura rigen la selección de los altos cargos llamados a dirigir la Nación.

La semana pasada, en el curso de un debate sobre la calidad de los resto de saldo intelectual que dan forma a la elite dirigente en España, volví a escuchar aquella vieja expresión despectiva que tanto se usara con tal de desacreditar al primer gabinete de Adolfo Suárez. “Es un Gobierno de penenes”, se sentenciaba por entonces  al comparar aquel ramillete de inspectores de Hacienda y abogados del Estado con los cabezas de huevo de la vieja tecnocracia franquista. A tan indocumentados maletillas, que según el sentir unánime no daban la talla para ocupar un ministerio con garantías, los sucederían Enrique Fuentes Quintana, Marcelino Oreja, Pío Cabanillas, Francisco Fernández Ordóñez, Alberto Oliart, Landelino Lavilla, Manuel Jiménez de Parga o Joaquín Garrigues Walker, entre otras medianías por el estilo. 
 
Por lo demás, cuando Felipe González llegó por primera vez a la Moncloa, el “tonto” de su equipo, el risible protagonista de todos los chistes de Lepe, respondía por Fernando Morán, un diplomático de carrera –de cuando las oposiciones eran de verdad– que reunía un currículum académico y ensayístico inimaginable ni en el más cualificado de los actuales dirigentes de su partido. En fin, a uno le basta, simplemente, con enunciar esos nombre y apellidos para ratificarse en la tesis que con no demasiado éxito defendió en aquella conversación pública.
 
A saber, que si algo caracteriza al zapaterismo es la distorsión hasta el esperpento de los criterios meritocráticos que en cualquier democracia madura rigen la selección de los altos cargos llamados a dirigir una nación. Aunque, vistas las encuestas, Maleni, Carmen, Carme, Rafa, Miguel Ángel y el resto de la troupe tal vez sean un crimen, pero no un error. Quizás no hagan más que dar satisfacción a esa complacencia secreta con la mediocridad que ahora mismo retrata a la sociedad española. Al cabo, qué mejor bálsamo para su falta de ambición, su rechazo gregario hacia la excelencia individual y su miedo patológico a la competencia que instalar el espejo cóncavo del callejón del Gato justo encima de la mesa del Consejo de Ministros.
 
¿O acaso el grupo de los nacidos a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado no reunía a la cohorte demográfica más cualificada que jamás hubiese existido en la historia España? Sí, sí, lo sé. Sé bien que ellos sólo representan el fruto mejor destilado de esa santa alianza espuria entre las oligarquías que controlan las cocinas de los partidos y el sistema de listas electorales cerradas, bloqueadas, atrancadas y atornilladas que impone la Ley Electoral. Pero concédanme que también representan algo mucho más triste aún: eso que en tiempos se llamaba el espíritu de la época.  
 

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