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Porfirio Cristaldo Ayala

Libertad o democracia

América Latina no es un continente de libertad. No tiene una tradición liberal. Estamos demasiado habituados a confundir libertad individual con democracia y a reconocer como legítimos gobernantes a caudillos, déspotas y corruptos.

El neosocialismo inaugurado por Hugo Chávez y Fidel Castro no habría sido tan nefasto para los pueblos de América Latina si se apoyara en la democracia liberal vigente en el mundo durante los últimos 150 años, en lugar de una "democracia mayoritaria" con poderes ilimitados, una suerte de "régimen popular" como el fantasma que se extiende por nuestro continente, desde Nicaragua a Tierra del Fuego. No es fácil encontrar por ello otra solución al temerario populismo predominante y que día a día gana impulso con los grupos de presión, si no es fortaleciendo la libertad, el derecho a la vida y la búsqueda de la felicidad, valores tradicionales del liberalismo clásico.

En Venezuela, la seudo democracia mantiene una tramposa "legitimidad moral" que le permite burlarse de las instituciones democráticas venezolanas y de la región, manejar abusivamente los fondos públicos y recursos naturales del país, dilapidar los ingresos del petróleo en medio de la miseria, extender la corrupción de un extremo al otro del Gobierno y exigir a la legislatura poderes extraordinarios como la reelección indefinida. Pero ni Chávez ni sus secuaces lograrán legitimidad democrática por ser electos cabecillas de los "40 ladrones" en un Estado corrupto hasta los tuétanos.

Los abusos de una tiranía que comienza no son diferentes a los abusos de un dictador en ciernes como Chávez, que desconoce los valores de la libertad. Solo en un Gobierno estrictamente limitado por la vigencia de los derechos individuales se puede decir que hay libertad. Es inútil insistir en que pueblos sometidos como Irak, Irán, Venezuela o Bolivia voten en elecciones limpias y transparentes, como pretende Estados Unidos; eso no ofrece garantía alguna de que vayan a seguir una conducta democrática.

Ninguna elección puede revertir o legitimar una represión, como creen algunos demócratas. Antes es preciso afianzar la libertad individual.

El neosocialismo ha pervertido la función del Estado, como ya hiciera anteriormente la socialdemocracia. Los gobiernos no deben simplemente hacer cumplir la "voluntad del pueblo". Su razón de ser en toda república es proteger los derechos individuales a la vida, libertad y propiedad, no destruirlos. Para eso se crearon. Esa es la razón por la cual, cuando los gobiernos no cumplen sus funciones, las personas pueden destituirlos y cambiarlos por otros que protejan los derechos individuales.

Una legislatura que para satisfacer los deseos de una mayoría ocasional decide expropiar o confiscar los derechos de propiedad de una o más personas para cumplir su "función social", en lugar de proteger a las personas, atropella sus derechos inalienables y cae en el populismo y los abusos, como está ocurriendo con la reforma agraria de Chávez y su área de influencia ideológica. Lo mismo sucede cuando los gobernantes dilapidan los ingresos del petróleo, energía eléctrica u otros recursos naturales para subsidiar a partidarios políticos y financiar campañas electorales en otras latitudes.

En todas partes, muchos demócratas han quedado atrapados con esta maldición del neosocialismo. Pretenden legitimar todos sus resultados electorales y no pueden darle la espalda a elecciones ya realizadas supuestamente en condiciones relativamente libres. Gracias a ello, terroristas, asesinos, guerrilleros y narcos  se valen del sistema seudo democrático para comprometer a las potencias occidentales a establecer treguas y ayuda militar y económica.

América Latina no es un continente de libertad. No tiene una tradición liberal. Estamos demasiado habituados a confundir libertad individual con democracia y a reconocer como legítimos gobernantes a caudillos, déspotas y corruptos. Si nuestro mundo latinoamericano alguna vez logra desembarazarse de las tiranías populistas, será preciso restablecer la sagrada tradición del liberalismo clásico y su defensa irrestricta de la vida, la libertad y la propiedad.

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