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EDITORIAL

Qué acierto, qué inmenso acierto

Liberado del estorbo de tener que acomodar a Gallardón en una lista vigilándole de cerca Rajoy puede ahora concentrarse en lo que de verdad importa que es, a fin de cuentas, en ganar las elecciones.

Las esperanzas que Alberto Ruiz Gallardón había depositado en las próximas elecciones para suceder a Mariano Rajoy al frente del PP han sido cortadas de cuajo y sin apelación posible. El alcalde de Madrid, político petulante, pero ambicioso y maniobrero como pocos, se postuló como número dos del partido para, en caso de descalabro electoral, capitalizar el descontento dentro de las filas populares. Una vez logrado este objetivo –no muy difícil, por otra parte, en un partido que cosecha su segunda derrota en cuatro años– reclamaría su puesto en la presidencia vendiendo sus supuestos milagros personales en el electorado de la Comunidad y el municipio de Madrid.

La vitola de imbatibilidad que Ruiz Gallardón se auto otorga es simple vanidad muy bien condimentada, eso sí, por toneladas de propaganda personalista que, en algunos casos y de puertas adentro, roza el culto al líder. Gallardón nunca ha ganado unas elecciones al margen de su partido. Cuando el PP lo ha hecho, es decir, en 1995, 1999, 2003 o 2007, Gallardón ha obtenido mayorías; cuando el PP ha caído en las urnas, Gallardón también lo ha hecho. No existe, por lo tanto, un votante que le sea propio al alcalde, todos pertenecen a las siglas que él representa en Madrid. Esto es así aunque el propio Gallardón y su permanente campaña de imagen personal se empeñen en lo contrario.

Creyéndose la patraña que él mismo ha construido con esmero durante largos años, se ofreció a Rajoy para entregarle en bandeja un gran vivero de votos de izquierda que, según hace creer en Génova, sólo está a su alcance. Lo primero no es cierto, Gallardón no quería colaborar con Rajoy sino sustituirle; lo segundo menos. Es discutible que Gallardón haya arrancado un solo voto al PSOE. En todo caso, y debido a un oportunismo ideológico que le ha llevado de la derecha más tradicional al progresismo naïf y medio bobo que dice profesar, ha conseguido que la izquierda construya a sus expensas el monigote de “derechista bueno” pero no digno de merecer el voto.  

Los verdaderos credenciales del candidato que ya no lo será son estos y Rajoy, en un acierto redondo, ha sabido valorarlos a tiempo. Es hora de que adviertan en Génova que el partido, más que necesitar a Gallardón, lo padece. El alcalde de Madrid no hace honor a la imagen de partido reformista y moderno que el PP quiere transmitir. Gasta de un modo descontrolado y es devoto de las subidas de impuestos, del crecimiento del aparato estatal y del control sobre los ciudadanos. En la práctica no se diferencia de los socialistas ni en sus medios de comunicación favoritos. El apelativo de “candidato de Prisa” no es una maledicencia periodística sino la cruda realidad. Representa mejor que nadie la derecha amaestrada y perennemente acomplejada con la que sueñan en Ferraz.

Liberado del estorbo de tener que acomodar a Gallardón en una lista vigilándole de cerca Rajoy puede ahora concentrarse en lo que de verdad importa que es, a fin de cuentas, en ganar las elecciones. Al líder del PP le toca el turno de hacer su propuesta y mover ficha. Cuenta con el apoyo de millones de españoles que ya votaron por él en 2004. Para acrecentar este número no necesita parecerse a la izquierda sino diferenciarse de ella, fundamentar un discurso propio que nada deba a la caduca e ineficiente socialdemocracia que encarna Zapatero y que, en su propio partido, Gallardón sigue reclamando como programa de futuro. Un futuro que, al menos en las próximas elecciones, para el PP ya es pasado.

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