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Rubén Osuna

La revolución pendiente

Sin una revolución meritocrática en la universidad no podemos esperar los cambios necesarios en el mercado de trabajo, en la productividad de las empresas y en la especialización sectorial de la economía que son hoy más urgentes que nunca.

Estos días confluyen toda una serie de acontecimientos aparentemente no relacionados, un aluvión de golpes que venían gestándose desde tiempo atrás y que ahora se precipitan sobre nuestras cabezas, activados no se sabe muy bien por qué retorcido mecanismo. El caso es que ya tenemos aquí la crisis, saludada ahora por cánticos histéricos de quienes hasta hace poco invitaban a la calma o simplemente ignoraban las señales de alarma que, poco a poco, se venían encendiendo desde hace mucho tiempo, una tras otra. Es el momento en que se empieza a pensar en esas cosas que se pudieron hacer con calma y no se han hecho. Ahora todo será más difícil.

Vamos a centrarnos en una de esas revoluciones pendientes en particular, sobre la que José Canosa escribía hace poco en Libertad Digital (El dinero es sólo parte del problema de la I+D española). En España sólo tenemos ventaja en las cosas que crecen solas, con el sol. Esa particularidad puede ser nuestro pasaporte a una larguísima crisis sin luz al final del túnel. El conjunto de factores que de forma más o menos causal se alió para llevarnos en volandas por el período de crecimiento y prosperidad más largo e intenso recordado por los viejos del lugar se ha desvanecido, reemplazado súbitamente por un vacío exhausto y endeudado. Los problemas de la economía española con la productividad se harán notar con más fuerza que nunca, y estrechamente relacionada con ellos está la investigación básica y aplicada, y esta a su vez con la universidad. Las reformas siempre pendientes no pueden seguir esperando, y no es cosa de invertir más dinero, que no podremos ya recaudar, sino de hacer realmente productivo el esfuerzo que nos podamos permitir.

José Canosa decía que “en el ranking de 2006 de las 100 mejores universidades del mundo publicado por The Times Higher Educational Supplement no figura ninguna española, a pesar de que España es la octava potencia económica mundial”. Desolador, pero no sorprenderá a cualquiera que conozca las universidades españolas. Canosa apunta a lo que considera la clave del problema cuando dice que “el Gobierno no acaba de comprender que las universidades o son plenamente autónomas o no son universidades, sino negociados burocráticos del Ministerio. Y la prueba de fuego de la autonomía es ésta: que una universidad pública pueda contratar libremente a un catedrático de acuerdo con sus propias normas (...)”. Esta apreciación es sin embargo un error mayúsculo. El problema de la universidad española no está en la falta de autonomía para fijar criterios de contratación, sino en la falta de una evaluación continua de la actividad docente e investigadora con consecuencias para los individuos y las instituciones, que sirva de base para un sistema de incentivos y unos criterios de selección. Hoy día la financiación de las universidades no depende para nada de los resultados de su actividad, por lo que éstas no aplican ningún sistema de incentivos ni se molestan en contratar con criterios académicos, y esta es la clave.

Si, como en el Reino Unido, la actividad de las universidades estuviera sometida a un sistema de evaluación y la financiación pública se condicionara a los resultados, la autonomía universitaria cobraría sentido y las reglas del juego cambiarían radicalmente. No es difícil poner en marcha un sistema de ese tipo que, como vemos, se aplica en otros países. Unos pocos indicadores clave fáciles de elaborar facilitarían mucho la evaluación, haciéndola rápida y poco costosa. Esencialmente, habría que medir los resultados de la investigación básica y aplicada (que se publican en revistas listadas o se registran como patentes) y la calidad de la docencia, para lo que hay que seguir la trayectoria profesional de los alumnos que acabaron sus estudios en la universidad (más que preguntar a los alumnos actuales por su valoración del “servicio” que se les presta). Sobre estos métodos de evaluación las universidades anglosajonas tienen una larga experiencia.

Todo cambiaría radicalmente en el momento en que la cantidad y calidad de estos resultados se hiciera pública y pasaran a determinar la financiación de cada universidad, y la ceguera fingida que impide ver el mérito dentro de las universidades desaparecería como por arte de magia. De repente veríamos cómo se aplican incentivos, cómo se buscaría contratar a los mejores, cómo se apoyaría al que trabaja y se ofrecerían medios a quienes los hacen rentables, y cómo aquellos que vegetan tendiendo redes en los pasillos perderían el manto protector de la oscuridad. Esta sencilla reforma nunca se ha intentado en España, y yo incluso diría que se ha evitado conscientemente. Pero es la única salida a la larga. La cuestión no es debatir si hacerlo o no, sino cuándo, y por qué no se ha hecho ya. El sistema actual es una mezcla de las peores alternativas posibles: un sistema de evaluación de la “capacidad” del profesorado engorroso, indefinido en los criterios y que se aplica sólo en los momentos de “promoción”; autonomía universitaria sin responsabilidad (que resulta en libertinaje de la peor especie, a cuenta del contribuyente); ausencia de todo sistema de medición del mérito, a nivel individual o agregado (departamentos, facultades, universidades). Este magma caótico que atrapa a miles de funcionarios no es otra cosa que un agujero negro que se traga todos los recursos que puedas volcar en él. Los pobres resultados observados serían idénticos multiplicando la financiación por dos, por tres, por veinte. Los problemas no se resuelven con un control de calidad ocasional de los curricula, por transparente y eficiente que sea.

Hasta que esa sangría no se cierre, pensar en gastos adicionales en investigación y desarrollo con dinero público es un despropósito y un insulto, y cualquier oferta a los investigadores un engaño. Sin una revolución meritocrática en la universidad no podemos esperar los cambios necesarios en el mercado de trabajo, en la productividad de las empresas y en la especialización sectorial de la economía, que son hoy más urgentes que nunca.

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