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José Antonio Martínez-Abarca

Ósculo negro al de las cejas

El infierno debe ser lo más parecido posible al Círculo de Bellas Artes de Madrid, pero no en los tiempos que alojaba la checa, sino cuando los artistas y cristobitas, la semana pasada, en fila india, le hacían el ósculo negro a El De Las Cejas.

Según Von Balthasar, el teólogo de guardia de Juan Pablo II, el infierno, de existir, podría estar vacío. El formidable Ratzinger, también como teólogo, no como Papa, dice sin embargo que según sus comprobaciones el infierno es muy real. El próximo gran teólogo que dé el mundo descubrirá que, aparte de que el infierno existe, si fuera un lugar no sería uno donde reine la maldad, sino la innecesariedad, que es mucho más malvada porque es más estúpida, y en general todo cuanto viene en los libros de autoayuda, que son las biblias negras de nuestro tiempo, lo que Jiménez Losantos llama libros zejateros.

El infierno, de haberlo, que ya hemos dicho que sí, no es donde los satanistas se cuecen en calderas, pues tras la experiencia hollywoodense del satanismo ya sabemos que no eran más que unos pobres diablos decadentes que, como dijo Boadella de Cristóbal Colón, hay que ver la que tuvieron que montar para irse de putas. No. El infierno debe ser lo más parecido posible al Círculo de Bellas Artes de Madrid, pero no en los tiempos que alojaba la checa, sino cuando los artistas y cristobitas, la semana pasada, en fila india, le hacían el ósculo negro a El De Las Cejas.

Cuenta Alejandro Jodorowski que, en su época de viajes con ácido (aquello que Tico Medina definía como naranja-naranja), visitó, junto con un selecto grupillo de cristobitas de Hollywood, al pequeño saltamontes del que fue definido por "el hombre más malvado de Inglaterra", el impío Aleister Crowley, también conocido como "la bestia". Se dio cuenta Jodorowski que el heredero y émulo de "la bestia" no era más que un refinado fetichista y perfecto anfitrión que tenía la casa en obsesivo orden y limpieza. Un caballero londinense que se ponía nervioso si le arrugaban las cortinas.

Si esos eran los terribles adoradores del Diablo del siglo veinte, el infierno no puede estar lleno de ellos, porque el hundimiento de lo que conocemos como civilización no puede venir de ahí, sino más precisamente de analfabetos que recitan aquello de "qué listo que es mi hijo Roque, que a los cincuenta dijo albercoque", de tipos ataviados por Armand Basi, el diseñata de los de Esquerra, directores de cine que titulan a una de sus películas subvencionadas La marrana o actrices de la Transición que se lo montan con pastores alemanes, lo cual es respetable (si es que extendemos el ejemplo del líder de los Rolling Stones, quien aseguraba de joven que "hacérselo con una cabra no está mal, pero lo malo es que te tienes que ir al otro lado para poder besarlas"), pero con excusas políticas, lo que no es nada respetable.

El infierno es ese lugar muy real y pimpante (y tupidísimo: hubo tortas para entrar donde los cristobitas, el otro día, prueba de que siempre cabe un tonto más, si se aprietan) donde toda la nadería íntelectual tiene su asiento, toda esa irresponsabilidad satisfecha que es como la malevolencia para menores acompañados, como la matinal del Anticristo, y por eso infinitamente más infecta y condenable. Eso es el Infierno. Un lugar absurdo donde no puede faltar El Algarrobo, aquel que en los años setenta se afeitaba con cuchilla y sin espuma por no sé qué estupidez que inventaron entonces, ese astronauta que está siempre en la luna o el segundo manchego universal después del rucio de Sancho Panza. El Infierno existe y algunos hemos estado allí. Arrepentíos.

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