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José García Domínguez

Secretos de familia

Disponía de todas las tardes de la semana libres y corría el mes de septiembre, así que estaba en disposición de elegir si quería ser docente de la promoción que iba a licenciarse ese año o... alumno de primero en la misma facultad.

Allá en la década de los noventa y por razones de orden más o menos matrimonial, uno mantuvo lo que podríamos llamar relaciones bis a bis con las interioridades inconfesables de la Universidad española. No es que antes de esa peripecia privada ignorase el expediente de demolición por ruina de la institución. Tiempo atrás, en su condición de alumno absentista de la Central de Barcelona ya había contemplado escenas dignas del trozo de hojalata existencialista que protagoniza la escena final de Blade Runner, aquel androide que también descubrió que todo cuanto fuimos habrá de perderse como lágrimas en la lluvia. Pero de no haber convivido más tarde con la profesora titular C., nunca hubiese llegado a saber de la dimensión precisa del estercolero intelectual y moral que habita sus despachos.

Lo de menos fue la plaza de profesor asociado que, apenas tras conocerme de oídas por confidencias de la propia C., se apresuraría a ofrecerme su buen amigo, el catedrático R. Que uno no tuviese ni la menor idea del contenido de cierta ignota asignatura de cuarto de carrera no representaría obstáculo alguno, según el mismo R. "Si no hay problema, hombre. Tú les sueltas estos apuntes que te voy a pasar y si no entiendes algo, me lo preguntas a mí antes de la clase y ya está". Disponía de todas las tardes de la semana libres y corría el mes de septiembre, así que estaba en disposición de elegir si quería ser docente de la promoción que iba a licenciarse ese año o... alumno de primero en la misma facultad.

Que definitivamente me había equivocado de decisión lo descubrí transcurrido el primer mes desde el inicio del curso. Sé que el lector no me va a creer, pero la chica –rubia, elegante, estilizada, sensual – se quedó pensativa durante unos segundos con la tiza en la mano, y luego preguntó al auditorio con absoluta naturalidad: "¿La h de alcohol va antes de la segunda o?". Más tarde, ya de vuelta en casa, C. me explicaría que tanto la rubia elegante, estilizada, sensual y ágrafa como aquellos tipos con pinta de vendedores de enciclopedias que impartían la mitad de las materias eran empleados –juniors, creo que dijo– del afamado consulting del jefe de departamento, J. Que lo que les pagaba la Universidad era un complemento pactado de sus sueldos en la empresa de J. Y que, por lo demás, a nosotros nos convenía llevarnos bien con él porque tenía mucho poder.

El día de nuestra separación definitiva, recuerdo que C. andaba preparando la maleta para un viaje a Andalucía. Le había tocado por sorteo ser miembro de un tribunal de oposición. "No te olvides del papel", debió ser una de las últimas frases que crucé con ella. Aquel trozo de papel era muy importante: J. le había anotado allí el nombre del candidato que debía obtener la plaza. Creo que no lo olvidó.

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