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Cristina Losada

El tabú se ha roto en Galicia

Si algo subrayaba con trazo doble la razón y el éxito de quienes se oponen a la imposición lingüística era aquel intento de intimidarlos. Los piquetes violentos y las incursiones de los reventadores constituían la viva imagen de la impotencia.

Hace dos años escribía aquí que Galicia se había modernizado económica y socialmente, y que ya era hora de que también se modernizara políticamente, esto es, de que aparecieran disidentes. No oposición, que eso ha habido, sino disidencia. Pues es así que desde el principio de la autonomía el espacio político ha estado ocupado y dominado por una viscosa mezcla de regionalismo y nacionalismo que apelaba al sentimentalismo identitario. Un opiáceo de uso transversal, que ha hecho que los partidos compitieran por la absurda distinción de ser "más gallegos" que los otros. Todos ellos, decía entonces, habitaban esa galaxia discursiva y eso había condenado a la sociedad a asistir como convidada de piedra a la representación perpetua de la pieza nacionalista. El resultado era un espacio público colonizado por plantas de la misma y asfixiante especie. Ya que no sólo los partidos y las instituciones, sino también quienes fungían de representantes de la "sociedad civil" se plegaron a ese marco de referencia, convertido en credo oficial y oficioso.

Pues bien, el miércoles pasado, cuando observaba la riada de gente que llegaba al principal teatro de Vigo para asistir a un acto de Galicia Bilingüe, tuve constancia de que aquella disidencia que hace dos años era una gota en el océano de la pasividad, no sólo ha aparecido, sino que crece y está ahí para quedarse mientras sea necesario. Una impresión que corroboraban tanto la cantidad de público –1.200 personas en Vigo, tras actos con parecida asistencia en otras ciudades– como su heterogeneidad, y, sobre todo, su actitud ante los nacionalistas que unos metros más allá vociferaban sus delirios. A pesar de las amenazas previas, la gente acudía. A pesar de la agresividad de los fanáticos, nadie se apresuraba a refugiarse en el interior del recinto. Si algo subrayaba con trazo doble la razón y el éxito de quienes se oponen a la imposición lingüística era aquel intento de intimidarlos. Los piquetes violentos y las incursiones de los reventadores constituían la viva imagen de la impotencia. Como también del irracionalismo y la incapacidad para la convivencia democrática de los nacionalistas. Los matones de la tribu se retrataban frente a la ciudadanía. Pero también retrataban a la doctrina que los engendra. Y a sus instigadores.

La instantánea captaba igualmente a la cúpula socialista. Touriño se negaba a condenar este y otros acosos y agresiones, y atribuía ese grano disidente que le ha salido a una "estrategia trazada en Génova". Bien sabe que no es así. Por eso lo dice. Teme el descontento que ha originado, entre sus propios votantes, su vuelta de tuerca lingüística y sus cesiones al nacionalismo. Como sabe perfectamente el presidente de la Xunta que nadie incita a una "guerra de lenguas" salvo su Gobierno, que la ha emprendido contra el uso del idioma español en la enseñanza y, pronto, en el comercio; eso sí, una vez que sus predecesores consintieron que se lo expulsara de otros ámbitos. No hay duda de que los socialistas y sus socios del Bloque seguirán empeñados en desacreditar a quienes defienden la libertad y el derecho de elección. Cuentan con cómplices en la tergiversación, como los que pintan un cuadro de enfrentamientos entre defensores del gallego y defensores del castellano.

Hagan lo que hagan, es un hecho que el gran tabú que había impedido oponerse a la instrumentalización política del idioma se ha roto. Y por esa grieta, que ya es ventana, continuará entrando la realidad que descompone la ficción impuesta.

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