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Obama discursea

En esta semana Obama hubiera perdido frente a McCain pero también en su batalla interna contra Hillary.

A los demócratas los ha embelesado. La intelligentsia altivamente distante de los emocionales arrebatos de los seguidores de su campeón, se ha sentido elevada al séptimo cielo degustando la fina ambrosía del discurso sobre la cuestión racial del aspirante Obama el martes 18. Confluyen el alivio por el escollo elegantemente superado, la admirada aprobación por la pureza ideológica de la doctrina expuesta y el agradecimiento por la brillantez de la exposición. ¡Ahí si hay densidad! Olvidemos las exhortaciones dirigidas al corazón, rebosantes de retórica y ayunas de contenido. Este es un Obama lleno de sustancia, todo cerebro. La profusión de elogios de la élite puede ser mucho más sofisticada que la de los seguidores de base, pero la exultación es la misma.

Sin embargo la fiesta sólo ha durado unas escasas 48 horas. Las encuestas han venido a aguarla. La deslumbrante oratoria no ha bastado para restañar los daños que pretendía reparar. La caída en intenciones de votos se ha detenido pero no ha remontado. En esta semana Obama hubiera perdido frente a McCain pero también en su batalla interna contra Hillary.

Así pues, no ha conseguido desactivar del todo la bomba que explotó la semana anterior y sus ondas expansivas podrían llegar hasta el fin de la temporada electoral. Puede ser un nuevo punto de inflexión en estas espectaculares primarias que ya han tenido varios; quizás éste sea el definitivo. Puede hacer capotar la campaña de Obama en las primarias que restan y llenar de dudas la mente de los superdelegados a los que inexorablemente les competirá elegir al candidato definitivo. Si finalmente se inclinan por Clinton, la división del electorado quedará consumada. Si no lo hacen, tendrán un candidato sumamente vulnerable.

Pero de momento el discurso de Obama en Philadelphia, astutamente emplazado a pocos metros de donde se firmó la constitución de los Estados Unidos, ha dado un nuevo resplandor a este deslumbrante proceso electoral. Obama decidió tomar por los cuernos el desafío de las lacerantes revelaciones producidas la semana anterior. Parece que fue una decisión altamente personal. Algunos de sus asesores hubieran preferido escamotear el problema. Él empuñó la pluma y plantó cara con su arma de elección, su fluido verbo.

El peliagudo problema era su pastor y consejero espiritual de los últimos 20 años, el reverendo Jeremiah Wright, un fogoso predicador de la teología de la liberación negra, furibundamente antiblanco y antiamericano. La publicación de algunos de su más incendiarias declaraciones la podemos considerar como uno de los efectos de la prolongada pero nunca monótona campaña. Ha pasado más de un año desde el anuncio oficial de su candidatura y varios meses más desde que iniciara sus trabajos electorales y el asunto había permanecido tapado.

La primera reacción de Obama fue lavarse las manos. No sabía nada, nunca había dicho tales cosas en su presencia, no se había enterado. El tema fue in crescendo y el escamoteo se hizo insostenible. Resultó que nadie que conociera al personaje podría ignorar sus ideas ni sus exabruptos: Dios maldiga a América, las víctimas del 11-S no tenían nada de inocentes y se encontraron su merecido, el SIDA había sido inventado en Estados Unidos para destruir las poblaciones africanas, agentes del Gobierno distribuían droga y armas en los ghettos negros de América y otras muchas lindezas por el estilo. Proferidas año tras año y orgullosamente grabadas en DVDs que se vendían en la puerta de su iglesia y que mostraban el exuberante entusiasmo con que eran acogidas por la feligresía.

Obama y su gente sabían lo que se traían entre manos. Tras incluir al predicador entre los oradores en el solemne acto de proclamación de la candidatura, se cambió el orden del día para retirarle la palabra y apearlo de la presidencia. El mismo Wright declaró al New York Times hace ya casi un año: "Si Barack supera las primarias, pude que tenga que distanciarse de mí. Se lo he dicho personalmente y él dijo que sí, que puede que eso suceda."

Pero ¿cómo distanciarse de lo que había aceptado sin rechistar durante veinte años? ¿Y cómo hacerlo sin parecer un traidor a su viejo amigo y, electoralmente mucho más grave, a la comunidad que le ha servido de base a su carrera y es ahora su trampolín? La solución por la que Obama optó fue elevar la mira y disparar mucho más alto con el potente cañón de su oratoria.

De esta manera, lo que nos ha proporcionado son dos discursos en una sola pieza de 36 minutos, arropado por ocho grandes banderas americanas. En la primera parte lidió el espinoso tema de su amigo y mentor: condenaba el pecado, pero no al pecador. Un hombre del pasado, que arrastraba una dolorosa herencia de injusticia y discriminación, y que había hecho muchas cosas buenas en su vida. Alguien de la familia a quien no se rechaza porque tenga algún defecto vergonzoso. Y desde este momento empezó el toma y daca, el juego de equilibrios, de censuras y exculpaciones a diestro y a siniestro en que consistió toda su oración. Porque tampoco rechazaba a su abuela blanca que lo había criado, a pesar de que alguna vez manifestó prejuicios antinegros.

A partir de ahí, la trayectoria por elevación convirtió el discurso en una brillante, hábil y habilidosa conferencia sobre el complejísimo tema de las relaciones raciales en Estados Unidos. Lo hizo rompiendo audazmente algunos tabúes, pero dejando otros intactos, y tratando con destreza de dar a negros y blancos una de cal y otra de arena.

El ejercicio ha dejado a los cultos llenos de admiración, con entusiasmo en la izquierda y división de opiniones en la derecha. Ha sido un interludio intelectual en la más prosaica brega de cada día por los votos, aunque prosaico no es el epíteto que más convenga a los haceres políticos del senador por Illinois. Ha dado lugar a un apasionado y apasionante debate nacional sobre el tema planteado por el candidato. El discurso ha sido analizado letra a letra y toda la habilidad del mundo no ha sido suficiente para ocultar las muchas trampas que contiene y que seguirán persiguiendo al aspirante a lo largo de su campaña.

Hay muchos electores que no consideran de recibo en un pretendiente a la Casa Blanca esa amable y comprensiva tolerancia con las supuestas salidas de tono del viejo tío atrabiliario. Y la asociación con el predicador de resentimiento no se compadece con el mensaje de quien promete la superación de todas las divisiones. Además, la solución que propugna no tiene nada de nuevo: chorros de dinero público en acciones supuestamente sociales que ya han demostrado su fracaso en múltiples ocasiones.

Es un debate muy interesante, pero su campaña ha recibido una andanada que podría conducir a su perdición.

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