Aunque la organización de unos Juegos Olímpicos por parte de un régimen totalitario constituye siempre una ofensa para los derechos humanos tanto como una lacra para el deporte, pocas olimpiadas merecen tanto un boicot internacional como las que se van a celebrar en Pekín este verano.
Es cierto que la reciente e inconclusa represión para acallar las manifestaciones en el Tíbet no es comparable al exterminio masivo de tibetanos que perpetró la dictadura comunista china, especialmente durante la "revolución cultural", mucho después del final de la conquista y de la supuesta "pacificación". Entonces, los comunistas asesinaron a cientos de miles de personas, muchas de ellas por el único "delito" de haber sido descubiertas rezando o incluso hablando en tibetano. Sin embargo, la represión de ahora, aunque no alcance los tintes genocidas de entonces, no deja de ser una brutal muestra de totalitarismo que reivindica y recuerda ese capítulo, uno de los más negros del sanguinario historial del comunismo en general y, del chino, en particular.
Desgraciadamente, no creemos, sin embargo, que las advertencias hechas por Nicolas Sarkozy a Pekín vayan a traducirse finalmente en un boicot a unos juegos olímpicos que China, como todo régimen totalitario, ha utilizado y utilizará siempre con fines propagandísticos. A pesar de su sistemática violación de los derechos humanos –empezando por los de los chinos–, el régimen comunista, desgraciadamente, puede estar tranquilo y dar por descontada la cómplice pasividad occidental. Las autoridades chinas pueden estar seguras de que no faltarán quienes aleguen en su favor y vean en la prevista celebración de los juegos olímpicos un triunfo de la separación entre política y deporte. Y, ciertamente, Pekín 2008 logrará ese repugnante "triunfo", casi tanto como lo logró Berlín 1936.
