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Luis Hernández Arroyo

¿Podemos hablar de estanflación?

Hay una diferencia fundamental entre lo que pasó entonces y lo que sucede ahora. La clave está en que entonces todos los precios, incluidos los de la vivienda, crecieron constantemente. Ahora lo que tenemos delante es una caída de precios de la vivienda

En los dos gráficos adjuntos se representa la evolución del precio de la vivienda (variación trimestral), en EEUU, en dos décadas distintas: 1975-85 y 1998-2008. La primera década es una de las peores de la economía americana, la que se ha dado en llamar estanflación; este término es la conjunción de estancamiento e inflación, y se acuñó porque por primera vez las políticas keynesianas de pleno empleo fracasaron: la expansión monetaria hacía aumentar a la vez el paro y la inflación. La segunda es la década más reciente, con mayor tasa de crecimiento y menor inflación.

Ahora se vuelve a hablar de la posibilidad de que estemos a las puertas de una nueva estanflación, pues el IPC ha alcanzado la tasa del 4,6% interanual en febrero al tiempo que parece cada vez más próxima una recesión intensa y, quizás, prolongada. Pero en los gráficos puede verse que no es probable. Hay una diferencia fundamental entre lo que pasó entonces y lo que sucede ahora. La clave está en que entonces todos los precios, incluidos los de la vivienda, crecieron constantemente a tasas no muy altas, pero positivas. Ahora lo que tenemos delante es una caída de precios de la vivienda, que en su último registro llega a un -6% trimestral.

En otras palabras, si dispusiéramos de índices de precios completos, que incluyeran precios de los activos, y no sólo bienes de consumo, nos encontraríamos con que, en la década ominosa, ese índice teórico registraría una subida e precios ininterrumpida; por el contrario, en el presente estaríamos probablemente ante un índice de inflación estancado o negativo.

Estos índices viene discutiéndose desde los años sesenta, pero su elaboración presenta dificultades por el momento insuperables. Hasta ahora, los bancos centrales se atienen a la doctrina de que perseguir la estabilidad de todos los precios, incluidos los de los activos, daría lugar a posibles estrangulamientos severos de la economía ante una fase eufórica en que el sentido del riesgo se ha perdido. 

En todo caso, lo importante no es la construcción de ese índice; lo importante es darnos cuenta que los verdaderos riesgos a los que nos enfrentamos. Fijar la mirada sólo o principalmente en el último dato del IPC, como hace, por ejemplo, el señor Trichet, es engañoso. Lo es por dos razones: la primera es que hasta ahora lo que se ha sufrido es un cambio en los precios relativos de consumo cuyo efecto ha sido contraer la renta del consumidor, sin que hasta el momento se haya trasladado a los salarios. Y no es de esperar que se traslade tan fácilmente como en los años ominosos, en que había una indexación salarial que ahora no es tan fácil. Y aunque en España hay todavía una gran rigidez salarial, en los últimos años la inmigración ha hecho saltar por los aires las redes de seguridad que tenían antes los salarios. De modo que lo que tenemos de momento es un recorte de la renta disponible que hará caer el consumo.

La segunda razón es que con los precios de la vivienda y de las acciones está cayendo el patrimonio de las familias, lo que necesariamente agudiza la contracción del consumo. Si a eso se añade que la caída de la vivienda aumenta el número de deudores hipotecarios fallidos y agrava la crisis puramente interbancaria y la sequía crediticia, con sus inevitables efectos contractivos en la inversión, se comprenderá que centrar el IPC no es lo más alarmante.

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