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Jeff Jacoby

Los sueldos de nuestros políticos

Puede que los miembros del Congreso nunca encuentren tiempo para ocuparse de nuestras prioridades, pero desde luego sí que prestan atención a lo que les interesa.

Detengámonos brevemente para hacerle un homenaje al Congreso de los Estados Unidos, cuyos miembros han demostrado ser capaces una vez más de superar las fricciones partidistas y los bloqueos institucionales cuando se trata de atender las necesidades de un grupo de norteamericanos que les preocupan profundamente: ellos mismos.

Cuando el Congreso regresó de sus vacaciones a comienzos de enero, aún les esperaba la montaña de asuntos sin resolver que había dejado atrás en el 2007, desde las nominaciones judiciales a los acuerdos comerciales bilaterales, pasando por el programa de vigilancia terrorista y la ley de financiación agrícola. Pero los caballeros y las damas de la Cámara y el Senado se cercioraron de que nada se interpusiera en lo que se ha convertido casi en una tradición anual: el incremento de sus propios salarios. Según salía el sol el 1 de enero, también subía el salario de los congresistas de 165.200 a 169.300 dólares, un pequeño saltito de 4.100 pavos.

Esto supone el noveno incremento salarial que el Congreso se ha concedido a sí mismo durante la pasada década. Con la excepción de 1999 y 2007, cada día de Año Nuevo desde 1998 ha puesto en marcha un aumento de sueldo a los miembros del Congreso de entre 3.100 y 4.900 dólares. Mientras que el nivel de renta media de la familia norteamericana se ha incrementado alrededor de 11.000 dólares desde 1998, los ingresos de sus representantes en Washington se han incrementado en más de 30.000. Considerando que los segundos trabajan para la primera, el desequilibrio entre los dos es sorprendente.

También es inconstitucional. El Artículo I, Sección 6 de la Constitución autoriza al Congreso a pagar su salario con fondos públicos, pero la Enmienda 27 circunscribe ese mandato. Dictamina que "ninguna ley relativa a la compensación por los servicios de senadores y representantes entrará en vigor hasta que una elección de los representantes haya tenido lugar". La enmienda limita el poder del Congreso de alterar su salario evitando que cualquier subida tenga efecto hasta que los votantes hayan dado su aprobación. En otras palabras, los miembros de la Cámara y el Senado son libres de cambiar el salario del próximo Congreso, pero tienen prohibido incrementar el propio.

En cuestión de meses desde la ratificación de la enmienda, sin embargo, el salario del Congreso se elevaba en 4.100 dólares a pesar de la ausencia de unos comicios en la Cámara y el Senado acompañados de unas elecciones participativas. Una ley promulgada en 1989 –irónicamente, un código de buen gobierno– garantiza a senadores y representantes un incremento salarial cada enero, a menos que específicamente celebren una votación para rechazarlo. Independientemente de los méritos que pudiera tener esa ley cuando se aprobó, su incompatibilidad con la Enmienda Vigesimoséptima es obvia. Su objetivo es conceder al electorado la posibilidad de controlar el poder del Congreso de determinar su compensación salarial. El propósito total de la ley de 1989 es privar al electorado de ese control.

A falta de un veredicto del Tribunal Supremo, no es muy probable que el Congreso paralice semejante burla a la Constitución, y hasta la fecha el Tribunal Supremo ha rehusado ocuparse del asunto. (El Congreso también fija los salarios de los jueces.) Una protesta contundente de los votantes podría servir, pero la opinión abismalmente baja del Congreso por parte de la opinión pública rara vez ha tenido algún impacto el día de las elecciones. Bastante más del 90% de los congresistas que se presentan a la reelección es devuelto rutinariamente a las cámaras.

En tiempos, senadores y representantes entendían que el derecho a fijar su propio salario conllevaba con él la responsabilidad de dejar que sus jefes –el pueblo americano– supiera lo que estaban haciendo. Así que antes de adoptar un aumento, celebraban audiencias públicas y una votación formal en sesión abierta. El proceso era incómodo, y estaba bien que así fuera: no debería ser fácil para los legisladores ayudarse a sí mismos con fondos públicos.

Pero cada vez quedan menos miembros del Congreso que parezcan preocupados por estas sutilezas éticas. Uno de los pocos que cada año intentan en vano impedir el discreto incremento salarial, o al menos someterlo a votación, es el representante Jim Matheson, un demócrata de Utah elegido por primera vez en el 2000.

"No sabía nada de esto hasta que llegué aquí", me dijo Matheson durante una conversación telefónica esta semana. "Me preocupó que estuviéramos subiéndonos el salario de manera furtiva a través de una vía tan secreta. De modo que pedí la palabra en la Cámara para plantear una objeción al procedimiento y nadie me secundó”. No hasta que el pasado verano otro congresista, el republicano de Nebraska Lee Terry, secundó la propuesta de proponer una votación directa para bloquear el incremento.

En una institución que tiende a alimentar la arrogancia y la autosuficiencia, Matheson se esfuerza por recordar que trabajan para los votantes, no al revés. "Simplemente sé que la mayoría de mis electores no se benefician de un ajuste automático en sus salarios cada año; 169.000 dólares les parecen un montón de dinero", me dijo.

Es un montón de dinero, y será más el año que viene. Y aún más el siguiente. Puede que los miembros del Congreso nunca encuentren tiempo para ocuparse de nuestras prioridades, pero desde luego sí que prestan atención a lo que les interesa.

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