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¿Vamos o no vamos a Pekín?

Nos preocupa el Tíbet porque es fashion, porque tiene grandes y guapísimos amigos en el mundo del celuloide y porque su máximo dirigente, un señor que vive en la India y ejerce de santón, se ha pronunciado por la definitiva liberación de Cataluña.

El comportamiento del Gobierno chino en el Tíbet ha producido el lógico escándalo en Europa. Aún hubiera sido más escandaloso que la reacción no hubiera tenido lugar, porque sería la prueba que nos faltaba para declarar la definitiva desidia moral del Viejo Continente, incapaz de reaccionar ante situaciones inaceptables ¿Podemos participar en unos Juegos Olímpicos que, entre otras cosas, serán un acto en honor y gloria de China, reconocida por todos como una de las grandes potencias que van a caracterizar el siglo XXI?

Es evidente que si vamos sin rechistar estaremos reconociendo el derecho del todopoderoso Gobierno comunista a hacer lo que considere oportuno en su territorio. Estaremos dando un salto en el tiempo y volviendo a interpretar de forma absoluta el viejo principio de no intervención en asuntos internos de un Estado soberano. Que cada cual haga en su casa lo que le venga en gana. Sin embargo, esa misma sociedad europea hace algunos años aprobó de hecho una severa rectificación del citado principio mediante la aplicación de uno nuevo, el de injerencia humanitaria. Cuando Milosevic, presidente de los restos de Yugoslavia, inició un proceso de limpieza étnica contra la población albano-kosovar, la sociedad europea dijo: ¡basta ya! Y forzó a sus dirigentes, que trataban de mirar hacia otro lado, a que intervinieran. Después de Kosovo ¿podemos realmente mirar hacia otro lado?

La realidad, sin embargo, es más compleja. El Gobierno chino lleva décadas privando activamente a sus ciudadanos de sus derechos y ejerciendo una atroz represión. En la actualidad vemos cómo se les prohíbe un acceso normal a internet y elegir libremente lo que quieren leer o escribir. Son muchos los encarcelados por incumplir estas condiciones. Hay muchos más chinos privados de libertad que tibetanos, pero nos preocupan los segundos. En la región de Xinjiang, en el occidente chino, viven millones de musulmanes. Llevamos años teniendo noticias de abusos y violencia, pero hasta la fecha nadie por estos lares ha mostrado el menor interés por la suerte de esa gente.

Lo cierto es que nos preocupa el Tíbet porque es fashion, porque tiene grandes y guapísimos amigos en el mundo del celuloide y porque su máximo dirigente, un señor que vive en la India y ejerce de santón, se ha pronunciado por la definitiva liberación de Cataluña. Él ha comprendido como nadie que los castellanos son los chinos del Viejo Continente y nosotros, cómo no, le reímos la gracia. Bien está que todavía nos quede algún resorte moral, pero estaría aún mejor que fuéramos capaces de ejercitarlo con algo de sentido común y libres de la estulticia mediática que hace envidiable la libertad de espíritu y amplitud de miras de un androide.

Si de verdad nos preocupa que una actividad tan loable como el deporte de alta competición se desarrolle en un entorno digno y aceptable, entonces centremos nuestra atención allí donde está el problema: en el Comité Olímpico Internacional. Como cualquier otra organización característica del tejido multilateral que hemos venido creando para tratar de poner orden en este mundo, su vocación es incorporar a todos los estados. Obvio es que la mayor parte de los gobiernos de este mundo son repugnantes y que los abusos están a la orden del día. Caso aparte son las grandes potencias. China y Rusia no sólo no son democracias, sino que además son dos de los cinco miembros de pleno derecho del Consejo de Seguridad. Si el Comité acepta a cualquiera, no nos puede extrañar que sus gobiernos actúen violando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, porque esos mismos gobiernos forman parte de la Asamblea General de Naciones Unidas y no sólo no pasa nada porque violen sistemáticamente la citada y encomiable Declaración, es que además se dan el gustazo de decidir lo que es correcto y lo que no lo es. Pueden condenar a una democracia como Israel y proteger a regímenes atroces con la tranquilidad de quien carece de los más mínimos principios.

China era lo que es y hacía lo que hace cuando fue designada sede olímpica ¿Quién protestó entonces? El sistema de selección de sedes no pasa por ningún filtro democrático, por la sencilla razón de que sus miembros no tienen por qué ser democracias. Que las dictaduras no se comporten como democracias parece lo normal.

La invasión rusa de Afganistán llevó al boicot de los Juegos Olímpicos de Moscú y, de rebote, las de Los Ángeles. Ahora nos planteamos hacer lo mismo con Pekín. Quizás deberíamos tratar de superar espasmos moralizantes, por muy atractivos que sean los ojos de Richard Gere, y establecer criterios de mayor alcance. Podemos disolver el Comité Olímpico, opción muy recomendable, y convocamos uno nuevo en el que sólo tengan cabida las democracias, lo que convertiría el mundo del deporte en una actividad auténticamente elitista. En caso contrario, debemos asumir lo que el actual sistema implica, limitándonos a realizar gestos diplomáticos, en línea con la posición adoptada por Sarkozy. Si optamos por el boicot a Pekín, que de verdad sea un precedente que nos obligue a actuar de igual manera en el futuro, una opción que no tiene cabida en el Comité Olímpico. Bien está que tensemos lo que nos queda de fibra moral, pero mejor aún si además somos capaces de actuar con coherencia.

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