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José Enrique Rosendo

Paro y a vivir del cuento

La extensión a los inmigrantes como sujetos con todos los derechos posibles es una concesión graciosa de nuestras autoridades que, en algunos casos, es conveniente, pero en otros es sencillamente un disparate en términos de sostenibilidad.

El incremento sostenido y ya alarmante de las tasas de paro en nuestro país es sin duda un mal dato para quienes creen que esta crisis se va a solventar en dos años, o sea, en un plisplás. Una subida del desempleo tiene un efecto directo e inmediato en la contracción del consumo, en el aumento de la morosidad crediticia y, por descontado, en el empeoramiento de las cuentas públicas no sólo por la vía de mayores gastos, sino también y al mismo tiempo de menores ingresos fiscales.

Sin embargo no todo es negativo porque, como sucede en la vida misma, cualquier fenómeno económico tiene a su vez aspectos positivos y negativos. Entre los primeros, es probable que aumente la productividad en nuestro país y que se moderen los salarios, por mucho que el Gobierno se empecine en aumentar el Salario Mínimo Interprofesional. Si dejáramos actuar libremente al marcado, cosa que desde luego no hacemos en Europa, el desempleo conduciría además a contener la inflación. O sea, el clásico aserto de que la crisis engendra su propia solución.

En noviembre pasado advertí que el desempleo aumentaría en nuestro país de forma galopante y que además afectaría de forma intensa a la población inmigrante. Y en efecto, el fenómeno de la inmigración nos acarrea ahora una serie de elementos novedosos en la gestión de las crisis laborales en nuestro país; efectos que parece pasar por alto tanto el Gobierno socialista como la oposición anestesiada del PP.

A diferencia de países con una experiencia en materia de inmigración más dilatada que el nuestro, como por ejemplo Alemania, España no ha sido especialmente selectiva a la hora de acoger a trabajadores extranjeros. Esto ha sido posible porque nuestro patrón de crecimiento requería una mano de obra barata y no necesariamente cualificada. Pero ahora que las cosas vienen mal dadas tanto al sector de la construcción como al de servicios, empezaremos a pagar las consecuencias, porque va a resultar extraordinariamente complejo y difícil recolocar a esa inmensa legión de inmigrantes que engrosan o engrosarán en breve las listas del desempleo, además de originar un previsible repunte de la delincuencia (justo lo que le había falta a nuestra maltrecha Justicia).

El Gobierno socialista ha anunciado una medida: acumular los derechos pasivos de los trabajadores inmigrantes en un paquete único con el que financiarles el autoempleo en sus países de origen. Sin duda, sería audaz si no fuera porque se sustenta en una base irreal. Los trabajadores inmigrantes no van a renunciar a las muchas ventajas que les ofrece nuestro Estado del Bienestar, es decir, el todo gratis a que nos tiene acostumbrado el Gobierno, sea del color que sea.

El problema, pues, está justamente ahí: ¿Es sostenible nuestro Estado del Bienestar tal y como lo concebimos hoy?

Nadie en su sano juicio pondría en cuestión una serie de logros sociales, como los de la Seguridad Social, porque además de solidarios tienen la virtud de garantizar la paz social, tan importante para la estabilidad económica. Sin embargo parece cada día más necesario que abordemos el asunto de reconocer que el árbol de ese gasto social ha crecido en exceso y que es necesario podarlo. Zapatero, desde luego, piensa justo lo contrario y los españoles han votado en esa errónea dirección, quizá porque piensan que la fiesta puede continuar sine die.

No es que sobren inmigrantes, porque posiblemente necesitemos más mano de obra en el futuro, aunque desde luego distinta a la que acostumbramos, aun con desempleo en nuestro país. Y no porque así aseguramos las pensiones, porque eso es una falacia como una catedral, sino sencillamente porque tenemos que corregir los desequilibrios de nuestro mercado de trabajo.

Lo que sobran, de un lado, son unas cuantas ramas al Estado del Bienestar, porque este se convierte para algunos en un modus vivendi que significa vivir a costa de quienes trabajan y arriesgan, lo que actúa como una losa para el progreso individual y por tanto colectivo. Y de otro lado, hacen falta políticas que permitan la eficiencia del gasto social. Por ejemplo, confiando la gestión (que no la recaudación) de ciertos servicios asociados a derechos sociales, como la educación o la sanidad, a la iniciativa privada. Un buen ejemplo de ello, aunque con sus muchos matices, es lo que se viene haciendo en la Comunidad de Madrid y, en menor medida, en la valenciana e incluso sorprendentemente, en materia sanitaria, en la Andalucía de Chaves.

Por otra parte, todo el entramado de desideratos en términos de derechos sociales que recoge nuestra Constitución está referido a los españoles, no a cualquier residente en nuestro país. La extensión a los inmigrantes como sujetos con todos los derechos posibles es una concesión graciosa de nuestras autoridades que, en algunos casos, es conveniente, pero en otros es sencillamente un disparate en términos de sostenibilidad.

La alternativa a no realizar estas reformas de calado es el incremento a medio plazo de la presión fiscal y desde luego la pérdida de eficiencia de nuestra economía, es decir, con aumento del paro y de quienes viven a costa de los demás. Ustedes mismos.

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