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Agapito Maestre

Normalidad española

Mientras les paguen, dirían más brutalmente sus seguidores, esas gentes cantarían hasta el Cara al sol.

Vi a Zapatero en el programa 59 segundos de Televisión Española y pensé que se me caía el mundo encima, pero enseguida me vine arriba. Este personal, dije para mis adentros, no podrá conmigo. De momento, creo que puedo superarlo con unas cuantas líneas. Aquí están. Sentí que el ambiente que se creó entre este hombre de Estado, Rodríguez Zapatero, y los refinados periodistas que allí estaban, dirigidos por una comunicadora risueña, era más parecido a un aquelarre, o sea, a una reunión con un macho cabrío o demonio, que un programa de televisión. El espectáculo fue de traca. Una reunión inolvidable de brujas y brujos que pasaba por un programa normal de televisión. Normal.

Sí, sí, todo era normal. Tan normal como la cotidianidad de España. ¿Cómo comprender ese relajo cotidiano? Fácil. Déjese llevar por la ola: el Rey reina a ratos, el Gobierno a veces gobierna y la oposición se suicida lentamente. La normalidad es la tónica en España. Aquí ni tenemos padres incestuosos como el villano austriaco ni piratas como los somalíes. Aquí todo es pacífico. Nadie deja de vivir con criterios modernos. La paz y la felicidad son las pautas de nuestra vida cotidiana. Los políticos van a lo suyo y lo ciudadanos están perfectamente encarrilados en sus afanes privados. Nuestra sociedad no tiene nada que envidiar a las más desarrolladas del universo. Somos conscientes de nuestros límites y todos hemos asumido nuestra mediocridad.

La falta de moralidad es el principal estímulo de nuestra sociedad rebelde. La más rebelde de Europa. España, sí, sigue siendo el modelo perfecto de la rebelión de las masas, esa que añoran las sociedades más resentidas del universo. Vivimos y trabajamos como esclavos, pero rehuimos con angustia y desazón, o con chulería e incultura, la palabra esclavitud. Esclavos, decimos con nuestras voces engoladas, no hay en España. No puedo haberlos, insisten los socialistas en el poder, porque somos una democracia avanzada. Avanzadísima. Mentimos. Pero sobrevivimos a nuestra propia estulticia. Todos se afanan, nos afanamos, por perpetuar miserablemente una vida miserable, pero tienen, tenemos, un consuelo "trabajar con dignidad". Es el gran placebo que la modernidad ha descubierto para sobrellevar una vida de esclavos.

"Trabajar con dignidad", repiten y repiten sin cesar todos aquéllos que viven como esclavos, pero que quieren ocultarlo como si fuera algo oscuro, inconfesable y violento. Es el mismo lema que mueve a la ministra de Defensa a ejercer su puesto como si fuera una mujer libre, cuando todos sabemos que es tan esclava de su circunstancia como el Rey, el Gobierno y la oposición. "Trabajar con dignidad", sí, es el placebo, la droga que alarga y dulcifica una existencia de esclavo, de una ministra de Defensa que entona un himno que jamás pensó que podría hacerlo. A la luz de esa normalidad que preside la vida española, ese "trabajar con dignidad", no entiendo por qué cierta prensa se extrañara, o peor, cuestionara que la ministra de Defensa cantara el bello himno La muerte no es el final.

¿Por qué razón singular se iba a negar una ministra de Defensa de España a cantar un himno tan español? Ya sé, ya sé, que su pasado nacionalista y socialista no casa muy bien con su actual puesto, pero eso no tiene importancia, porque para ese tipo de ideología lo decisivo no es la libertad, o sea, oponerse a quienes nos impiden desarrollarnos como somos, sino adaptarse a vivir en la normalidad: "vivir y trabajar como esclavos, como volvería a escribir Nietzsche al contemplar a los españoles del siglo XXI, mientras rehúyen con angustia la palabra esclavitud". Mientras les paguen, dirían más brutalmente sus seguidores, esas gentes cantarían hasta el Cara al sol. Lo normal, pues, es que una ministra de Defensa haga lo que exige su cargo, o sea, si hay que entonar un himno de carácter militar, se entona y punto. Todo es normal. Rabiosa normalidad.

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