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Catástrofe libanesa

Entre las muchas críticas que se dirigieron, desde dentro, a la estrategia israelí en el verano del 2006 estaba la de que se equivocaron de objetivo: no los búnkeres subterráneos ni las lanzadoras de misiles, sino Damasco.

El asalto de Hezbolá a Beirut parecía la semana pasada un asunto muy grave. Siete días después se perfila como una catástrofe de consecuencias bastante previsibles. Se habló mucho por aquellos días del comienzo de una nueva guerra civil. No hubo tal ni puede haberla, porque falta un segundo bando. Lo que los opositores al eje Teherán-Damasco-Hezbolá han podido hacer desde el asesinato de Rafiq Hariri en febrero del 2005 en rearme y reconstrucción de milicias es un juego de niños comparado con la potencia militar de la organización chií. Sólo los drusos, muy compactos y en un territorio de montaña, han sido capaces de resistirse, simplemente porque Hezbolá no se ha empleado a fondo. En algún punto las falanges maronitas podían ofrecer similar resistencia, pero eso tampoco cambia en absoluto la ecuación de poder.

Hezbolá ha procedido a un cambio de régimen sin aparentemente tocar las instituciones. No tiene más fuerza que antes, pero ahora todos saben que carece de inhibiciones en su utilización. A quien sea un obstáculo, palo y tentetieso. Ha terminado de meterles a todos el miedo en el cuerpo y les ha mostrado la medida de su impotencia.

Las ficciones que dominan la vida política libanesa darán un paso más en Doha, Qatar, a donde la Liga Árabe, fingiendo que puede algo, se ha llevado a las facciones en conflicto para que negocien. El Partido de Dios lo hace con sus pistolas sobre la mesa. Los otros, con las manos atadas a la espalda. Los fuertes podrán ser magnánimos y ofrecer a sus opositores algún huesecillo puramente formal con el que simular que han salvado la cara, pero consolidarán sus inmensos privilegios de poder con el aparente acuerdo de las otras partes. Podrán seguir haciendo lo mismo, pero sin que los incomoden con pretextos legales que en ningún caso estaban dispuestos a respetar.

El régimen de tensa y arriesgada libertad para medio país, desde la salida de los sirios, se acabó. Los iraníes, con apoyo activo de Damasco, seguirán transfiriendo armas y construyendo el gran dispositivo bélico con el que embotar el potencial militar israelí. Para el estado judío la amenaza es existencial. Por más que el Gobierno Olmert no haya querido nunca coger el toro por los cuernos, alguien tendrá que hacerlo en un momento no muy distante, dado el ritmo al que marchan los acontecimientos. La trágica verdad es que cuanto más tarde, peor.

Claro está que el Líbano sólo es una parte. Ahmadineyad, en discurso público a la clerecía iraní ha situado el retorno del Imán Mahdi, oculto desde fecha temprana en la historia del Islam, en 2010. Vendrá a gobernar el mundo. Las profecías predicen su retorno en ambiente de grandes catástrofes. Para esas fechas el presidente iraní espera ya contar con bombas atómicas.

La fortificación del Líbano forma parte de una estrategia mucho más amplia. Tiene, por supuesto, dinámica propia, pero, coincidencia o no, compensa de alguna manera los fracasos de la revolución islámica en Irak. Lo que últimamente era su baza principal, el Ejército del Mahdi del movimiento de Al-Sadr, ha sido prácticamente barrida en Basora por el naciente ejército nacional mientras que en Sadr City, la inmensa barriada chií de Bagdad, ha sufrido grandes reveses.

Entre las muchas críticas que se dirigieron, desde dentro, a la estrategia israelí en el verano del 2006 estaba la de que se equivocaron de objetivo: no los búnkeres subterráneos a trescientos metros de la frontera ni las lanzadoras de misiles un poco más atrás, sino Damasco. Es estremecedor, pero como consecuencia de todo lo que quedó pendiente y se desarrolló desde entonces, la próxima guerra difícilmente podrá tener dudas o limitaciones.

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