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Juan Carlos Girauta

El extremo centro

Algunos de los políticos con pasado más derechista del catálogo español, como Fraga o Gallardón, se han vuelto adictos al más tramposo de todos: ese centro que parece sugerir mucho sin significar nada en concreto.

Ya resulta bastante difícil, a estas alturas de la historia, sostener las categorías de izquierda y derecha como para ir a revolcarse en la de centro. Sin la tradición de las anteriores, su uso elude toda adscripción localizable, toda idea política merecedora de tal nombre, para sugerir apenas un espacio familiar a los mercadotécnicos: la zona de un "mapa de posicionamiento" de brocha gorda donde supuestamente convendría ser percibido por el mercado (en este caso, por el electorado). Salvo que alguien dado a las supersticiones nominales se empeñe en buscar una tradición española propiamente centrista en aquella UCD, es decir, en la derecha más o menos liberal o conservadora, más o menos genuina o reconvertida, que batió a la izquierda al salir de la dictadura.

Quizá fuese ese el único contexto donde la etiqueta ha tenido por estos pagos algún sentido. La derecha transmitía, al llamarse "centro", el mensaje inequívoco de su apuesta democrática. Y todos lo entendíamos Y era verdad. No es necesario perder ni un segundo demostrando la sinceridad de la apuesta; los hechos históricos están ahí.

Ha llovido mucho desde entonces. La lluvia decisiva fue de cascotes: los del muro de Berlín que cayeron sobre las izquierdas de Occidente, destartalándolas, trastornándolas en la derrota de su cosmovisión, obligando a una parte de ellas a una operación de desmarque nominal muy parecida a la de la derecha española unos años atrás; empujando a otras a la característica fragmentación de causas que conocemos (feminismo, pacifismo, ecologismo, multiculturalismo, movimiento homosexual...), estallido que –en paradoja muy habitual chez los progres– imitaba lo sucedido un par de décadas antes en la izquierda estadounidense.

Nace ahí una de tantas inversiones a las que España parece condenada. Mientras la izquierda europea más sensata se sacude cualquier legado susceptible de ser identificado como izquierdista y corre incluso a alojarse en el misterioso centro, nuestro progrerío se reafirma con los años en sus peores prejuicios. Sin el mínimo auxilio doctrinal que habían exhibido sus mayores, sacraliza los mismos nombres y categorías de los que huyen sus homólogos en continentales. Y encima funciona.

Tras tanto trajín, los términos han devenido puras trampas. Algunos de los políticos con pasado más derechista del catálogo español, como Fraga o Gallardón, se han vuelto adictos al más tramposo de todos: ese centro que parece sugerir mucho sin significar nada en concreto. Ese disfraz, ese salvoconducto, ese guiño al establishment progre, esa estafa intelectual, ese extremismo de la ambición.

En España

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