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Thomas Sowell

La guerra contra las grandes cadenas

Si a uno no le gustan las grandes cadenas, es libre de no comprar nada en ellas. Pero eso es muy distinto a pretender disfrutar el derecho a impedir que los demás ejerzan su propia libertad de elección. No es tan difícil de entender.

En una de esas decisiones características que convierten a la ciudad de San Francisco en santo y seña de la izquierda progresista, el consistorio ha tomado medidas para impedir que una tienda de pintura alquile un edificio vacío que en otros tiempos fue un videoclub. Esa tienda de pinturas forma parte de una cadena, y las cadenas no son del gusto de un segmento ruidoso de la población local. De hecho, ya han sido prohibidas en algunas partes de San Francisco, y al menos un concejal planea presentar vetos a su implantación en otros distritos.

Durante décadas las cadenas comerciales han sido vistas con resquemor, tanto a nivel local como nacional. Aprovechando las economías de escala que reducen del coste de las actividades económicas, estos establecimientos pueden cobrar precios más bajos que las tiendas pequeñas y de esa manera atraer a los clientes de sus competidores. Las razones económicas de esto no son muy complicadas de entender. Sin embargo, la política y la economía no son lo mismo, de modo que los políticos tienden a responder a las reacciones emotivas de la gente. Si las realidades económicas se interponen, tanto peor para la economía.


Desde los años 30 del siglo XX, todo tipo de leyes y sentencias judiciales han intentado evitar que la eficiencia en la producción que rebaja los costes se traduzca en precios más bajos que lleven a la quiebra a los competidores caros. Los economistas pueden decir que los beneficios siempre conllevan costes, que no hay nada gratis. Sin embargo, ¿con cuántos votos cuentan los economistas? Hubo un tiempo en que los tribunales habrían impedido a los políticos interferir en los derechos de propiedad de la gente prohibiendo las grandes cadenas comerciales. Después de todo, si el propietario de ese videoclub vacío en San Francisco quiere alquilarlo a la tienda de pinturas, y ésta acepta pagar la renta, ¿por qué deben inmiscuirse los políticos?

Sin embargo, en cuanto se puso de moda la idea de que la Constitución era una cosa "viva" que podía evolucionar, la protección que dispensaba a los derechos de propiedad fue "interpretada" por los jueces como si prácticamente no existiera. Los mayores perdedores no han sido los propietarios, sino las personas que tienen que pagar precios más altos porque los políticos ponen trabas a que las empresas que venden más barato abran nuevas tiendas.

A pesar del mito político de que el Estado nos protege de las grandes empresas que cobran precios monopolísticos, lo cierto es que los gobiernos han tomado muchas más medidas contra las empresas que venden barato que contra las que lo hacen a precios más altos. Los mayores procesos antimonopolio de hace un siglo fueron contra la Great Northern Railroad y la Standard Oil Company, que vendían a precios más bajos que sus competidores. La Ley Robinson-Patman de 1936 fue bautizada como "ley anti-Roebuck y anti-Sears” porque se dirigía contra éstas y otras cadenas que vendían a unos precios tan bajos que los comercios más pequeños no podían igualar.

Durante mucho tiempo estuvieron en vigor las llamadas Leyes de Comercio Justo, diseñadas para impedir a las empresas con bajos costes vender tan barato que expulsasen del sector a las que tenían costes más elevados. Afortunadamente, con el tiempo prevaleció la cordura suficiente como para que esta legislación fuera derogada, pero las necesidades emocionales de que tales leyes se cumplieran seguían estando ahí, y hoy encuentran un filón en la hostilidad a Wal-Mart y a otras grandes cadenas, especialmente en San Francisco y en los demás bastiones de la izquierda progresista.

La gente tiene todo el derecho a satisfacer sus emociones a sus propias expensas. Desafortunadamente, a través de la política, esas emociones encuentran expresión en leyes y decisiones administrativas elaboradas por políticos no pagan ningún precio por satisfacer sus sentimientos o los sus votantes. Por este motivo la Constitución intentó poner freno al poder del Estado, uno de los cuales se cierne sobre los derechos de propiedad. Pero una vez que los jueces comenzaron a dictar que el "interés público" se impone a los derechos de propiedad, se despejó el camino para que los políticos llamasen "interés público" a cualquier cosa que les apeteciera hacer.

Ni la economía ni los derechos de propiedad resultan demasiado complicados de entender. Pero ambos se interponen en el camino de las personas voluntariosas que pretenden negar a los demás el derecho a tomar sus propias decisiones. Si a uno no le gustan las grandes cadenas, es libre de no comprar nada en ellas. Pero eso es muy distinto a pretender disfrutar el derecho a impedir que los demás ejerzan su propia libertad de elección. No es tan difícil de entender.

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