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Juan Carlos Girauta

Más allá y más acá de Gallardón

Si se trata de seguir atentando de todas las formas imaginables contra Federico, que es uno de los deportes más arraigados de España desde que lo inventó Terra Lliure, no hay honor que valga.

Esa alegría de los comunicadores progres porque "a Federico lo han dejado solo" (Sopena dixit eufórico) aportaría poca lección a quienes les tenemos tomada la medida si no viniera revuelta con un regocijo aún mayor: el de la derecha miserable. Ahí sí hay que extraer consecuencias.

El placer que les causa ver sentado a nuestro editor en el banquillo por un delito que no existe (el de opinión) amparándose en figuras jurídicas reales es goce demasiado caro para quienes dan algún significado a los conceptos de libertad de expresión, de prensa o de opinión. Si la acción criminal de Gallardón triunfara, cualquier político podría alegar sentirse injuriado para frenar la crítica, y la actividad llamada periodismo de opinión dejaría de ser lo que parece para convertirse en una variante del sexo oral. Feladores y felatrices del poder coparían la profesión.

Claro que ese progrerío y su miserable apéndice "centrista" tienen otros planes. El objetivo es que se callen algunos opinadores, nada más, y que se silencien o sancionen algunas críticas, nada menos. Si se trata de llamar asesino a Aznar, barra libre. Y si se trata de seguir atentando de todas las formas imaginables contra Federico, que es uno de los deportes más arraigados de España desde que lo inventó Terra Lliure, no hay honor que valga.

Tras esta maraña basurienta y deprimente hallaremos la cuestión fundamental: la brutal y desesperada resistencia a cualquier intento efectivo de llegar a la gente por senderos discursivos ajenos a los esquemas del pensamiento político único, el que ya comparten Llamazares y Lassalle, Rajoy y Chacón, Duran y Camps, Patxi y los compañeros verdugos de María San Gil. De esa resistencia al pensamiento libre, de esa fuerza profundamente reaccionaria que está convirtiendo a España en el país más estúpido de Occidente (lo que cuadra muy bien con las pulsiones suicidas nacionales) participan desde las más altas instituciones del Estado hasta sus más bajos delincuentes políticos.

Pero tienen un problema. Ya somos demasiados para ellos. Demasiados los que no contemplamos la posibilidad de callarnos, ni mucho menos la de adaptar el contenido y tono de nuestras opiniones a las conveniencias de un partido político. Eso queda para los comunicadores progres; por eso en su espacio social la primacía la tiene un partido. En la derecha, para su desgracia, las reglas cambian; no siempre hay trágala, el sexo oral se desvincula a veces de la política y a la gentuza que recaba el voto para traicionar los principios la pone en su sitio, para empezar, el respetable. Aquí la primacía no la tiene partido alguno sino un puñado de valores irrenunciables. Como no lo quieren entender se les ha caído un millón de votos en un mes y medio (encuestas de finales de abril). Ya deben ir por dos.

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