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El G-8, sin pena ni gloria

Debilitada la cohesión interna y desvirtuada por la evolución económica, los dimes y diretes sobre quien sobra y quien falta se han tratado de solventar repartiendo invitaciones a diestro y siniestro.

"Nunca tantos tan importantes pasaron tan desapercibidos" podría muy bien ser el lema de la pasada reunión del G-8 en tierras japonesas celebrada hace unos días. De ellos se habló poco antes, durante y después. En eso han batido el récord de un par de decenas de reuniones. Y no es que asistan sólo los ocho supuestamente más importantes, sino que para no sentirse solos invitan a todo un cortejo de los otros que posiblemente deberían estar, China a la cabeza, por supuesto, y otros que ni en sueños serían admitidos como titulares, pero a los que se recibe como prueba de universalidad y falta de arrogancia y para que haya muestras de cada color y continente. El resultado es que parece una ONU en pequeño que va camino de alcanzar la inefectividad del más grande club del bla bla bla. Ya ni los que se la tienen jurada a la globalización se toman la molestia de organizarles una buena, lo que es todo un desprecio.

Los siete fundadores formaban una junta de los más ricos que por el bien del mundo debía ajustar sus políticas económicas para eliminar trampas y obstáculos al crecimiento. Ya reunidos, aprovecharon para ver si podían desfacer algunos otros entuertos de los muchos que aquejan a los terrícolas. En todo caso, hablar siempre es bueno, sobre todo entre gente que tiene una base para entenderse, y que no es sólo el buen funcionamiento de sus economías, ejemplar para otros muchos, sino también la identidad de ideales y prácticas democráticas. Esa homogeneidad se rompió con la entrada de Rusia. Ni era rica ni democrática, pero no soportaba haber perdido importancia y se merecía un premio por haberse desembarazado del amenazador régimen que constituía el problema número uno mundial. Así se pasó a los siete más uno que finalmente consumó la operación aritmética convirtiéndose en los ocho, junto a Estados Unidos, Japón, Canadá, Reino Unido, Francia, Alemania e Italia. Los números ya eran un poco engañosos, pues hacía tiempo que el presidente de la Comisión Europea tenía asiento fijo como invitado de calidad. Rusia empezó a difuminar la identidad del grupo. Aunque cada vez menos democrática y continuando sin ser rica, controla riquezas energéticas vitales, así que vaya lo uno por lo otro.

Debilitada la cohesión interna y desvirtuada por la evolución económica, los dimes y diretes sobre quien sobra y quien falta se han tratado de solventar repartiendo invitaciones a diestro y siniestro, a costa, como queda dicho, de una efectividad que nunca ha sido gran cosa. Con un simbolismo sin duda inconsciente, pero de lo más apropiado, el tema estrella este año ha sido el más planetario y para muchos urgente que podría imaginarse, aunque en realidad es el más difuso y atiborrado de mitos y falacias propagandísticas de los que nos acosan: el cambio climático con su apocalíptico calentamiento global, aunque poco es lo que se puede considerarse probado con arreglo a los mínimos de rigor del método científico. Para desesperación de creyentes e incondicionales de terrores milenaristas, la magna reunión le ha dado un airoso pase hacia el infinito a Kyoto y ha venido a reconocer más o menos entre líneas explícitas que después de todo Estados Unidos se cuenta entre quienes más espabilados andan en la lucha contra la hidra climática. Además, no se puede dar bula de excepción a los que más contaminan, China y la India, y que las propuestas de Bush destacan por su realismo y sentido práctico.

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