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José García Domínguez

Para la mà!

–¡Garsía! ¡Garsía! –y en la última fila, el pequeño chivo expiatorio García, que no entiende por qué el maestro se burla de él pronunciando su apellido en andaluz, se pone en pie, consternado ante la que se le viene encima.

Años después, Vázquez Montalbán nos contaría que esas callejuelas desangeladas de nuestra infancia formaban un barrio de supervivientes ubicado en una ciudad vencida, capital de un país, el nuestro, ocupado. Y durante mucho tiempo le creeríamos. Pero eso ocurrirá bastante más tarde, cuando lo del macuto, los catecismos ilustrados de Marta Harnecker, aquellas rubias de mirada lánguida que hablaban con cronopios y famas, y todas las demás inocencias aún por echar a perder. Porque todavía estamos en 1969 y el señor maestro, desbordado por ese alboroto que montamos los cincuenta hijos de inmigrantes recién llegados desde todas partes que abarrotamos el aula, grita histérico:

 –¡Garsía! ¡Garsía!

Y en la última fila, el pequeño chivo expiatorio García, que no entiende por qué el maestro se burla de él pronunciando su apellido en andaluz, se pone en pie, consternado ante la que se le viene encima. Y al instante, en apenas dos zancadas, el hombre iracundo se planta delante de su silla y, tajante, le ordena:

–Para la mà!

Y, perplejo, García, bata a rayitas blancas y azules, todos los colores del rojo en sus mejillas, no comprende nada. Él ya está quieto, inmóvil, paralizado, a medias por la vergüenza, a medias por el miedo. ¿Parar? ¿Parar qué? Y el maestro, cada vez más enfurecido, casi fuera de sí, que vuelve a gritarle aún con mucha más fuerza que antes:

–Garsía, para la mà!

 Y, en silencio absoluto, toda la clase está contemplando mi calvario. Y así transcurren los cinco segundos infinitos hasta que mi compinche de pupitre, un tipo pragmático, se atreve a sugerir:

Para la mano, hombre, que si no te dará más fuerte.

Y ese Poncio Pilatos que acaba de aconsejarme por mi bien que pare la mano de una vez resulta que nació en un pueblo de Murcia, y que vive en la superstición de que habla castellano; y el otro, ese triste funcionario que ahora blande amenazante la regla de madera y al que delata el acento inconfundible –más tarde lo descubriré– de los de Lérida, cree que me va a pegar en castellano.

Y sólo yo, el hijo pródigo de dos gallegos que cuarenta años después de esa escena aún conservarán el mismo deje del día que llegaron a Cataluña, no estoy del todo seguro de comprender bien eso del castellano. Y, no obstante, en un puro reflejo instintivo, doy en extender la palma de la mano; es decir, la paro por un impulso pauloviano, sin ser consciente de que la estoy parando. Y así, rendido ante la autoridad, por fin, se hace justicia conmigo.

Y el fulano de la Esquerra, Ridao, que barrunta que su Ley de Educación de Cataluña va a expulsar de las aulas a la odiada lengua materna del ochenta por ciento de los maestros. Y el cándido de Montilla que se lo cree.

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