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EDITORIAL

Georgia, una guerra que no preocupa a los pacifistas

Dejar hacer al matón de la clase es un grave error. Rusia se crecerá y supondrá para Europa y Estados Unidos un problema aún mayor del que es ahora, precisamente por no haber hecho nada para evitar que se saliera con la suya

Si hay algo que ha quedado claro tras la guerra en el Cáucaso es que los georgianos han sucumbido ante las tropas rusas. La duda que permanece en el aire es lo lejos que querrá ir Putin después de haber triunfado militarmente. El objetivo del presidente Saakashvili era recuperar el pleno control de las regiones independentistas de Osetia del Sur y Abjasia, que permanecían nominalmente guardadas por "tropas de pacificación" rusas y georgianas, siendo protectorados de Moscú en la práctica. Confiaba en que Rusia no respondería por temor al apoyo que recibía de Estados Unidos. Fue un grave error, que ha pagado con la invasión de ambas provincias y la presencia de las tropas rusas en otras zonas de Georgia.

Una vez demostrado su poder sobre el llamado "extranjero cercano", Rusia podría apelar al principio de autodeterminación y mantener Osetia del Sur y Abjasia bajo ocupación hasta la celebración de un referéndum donde se decidiese su independencia o, más probablemente, su anexión. Pero también podría optar por permanecer en ambas regiones sin cambiar su estatus, dejando a Georgia dividida y sin posibilidades de prosperar por su cuenta, aun sin esos territorios. Eso impediría una hipotética entrada del país en la OTAN, uno de los movimientos que menos desea Putin, pues alejaría a su "patio trasero" de su control.

Las potencias occidentales –Estados Unidos, Alemania, Francia, el Reino Unido...– carecen ahora de legitimidad para condenar la invasión rusa después de haber concedido a Kosovo la independencia contra toda legalidad internacional. Lo que sí cabría preguntarse es dónde se encuentran ahora todos los pacifistas de salón que tanto se indignan ante una operación militar, por muy justificada que esté, cuando detrás de ella se encuentran Estados Unidos o Israel. Rusia, quien sabe si por el autoritarismo de su líder –que evidentemente no es Medvedev– o por el recuerdo de la Unión Soviética a la que tanto apoyaron antaño, no sufre las iras de quienes han hecho de la indignación selectiva un modo de vida, pese a que este caso tenga todos los elementos para llamarles a la ira.

Estados Unidos, pese a condenar la invasión rusa, no ha ayudado a su aliado con la fortaleza en la que seguramente confiaba el presidente Saakashvili. Al fin y al cabo, sigue necesitando de Rusia –que mantiene su asiento en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, sobre todo, mantiene una relación privilegiada con Irán–  para presionar diplomáticamente a los ayatolás para que abandonen su programa nuclear, principal preocupación exterior de los norteamericanos. Además, le resultaría difícil abrirse un nuevo frente, especialmente en una región en la que no puede presumir de fortaleza.

Con su inacción, y la de los países europeos, se ha enviado a Rusia el mensaje de que tiene las manos libres para hacer y deshacer a su antojo en lo que Putin considere que es su zona de influencia. El que Georgia y Ucrania sean democracias pro-occidentales poco importa. Como siempre, dejar hacer al matón de la clase es un grave error. Rusia se crecerá y supondrá para Europa y Estados Unidos un problema aún mayor del que es ahora, precisamente por no haber hecho nada para evitar que se saliera con la suya en esta ocasión. Las consecuencias de esta crisis no las pagarán sólo los georgianos.

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