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George Will

Rescate sobre ruedas

En El manifiesto comunista, Karl Marx se maravilla de que el dinamismo del capitalismo sea tal que "todo lo sólido se evapora". Bear Stearns, Lehman Brothers y Merrill Lynch no deberían ser los últimos en comprenderlo.

En las elecciones de 1994, los republicanos pusieron fin a 40 años de control demócrata de la Cámara de Representantes. Así, en 1995, el vicepresidente de Fannie Mae escribió una carta a Ed Crane, presidente del Cato Institute, diciendo que Fannie Mae tenía intención de realizar una aportación de 100.000 dólares a ese laboratorio de ideas liberal y defensor del libre mercado.

La política creó Fannie Mae, una institución fundada por el Estado en 1938 para hacer prosperar el objetivo gubernamental de incrementar la proporción de hogares con vivienda en propiedad. Después fue vendida –o más o menos semi-privatizada– por una finalidad política: ayudar al presidente Lyndon Johnson a financiar la guerra de Vietnam. Fannie Mae no tiene ninguna objeción al Estado intervencionista; el Estado regulador la creó y la mimó. Y siempre ha sabido a qué árbol arrimarse: a todos, y también los contribuyentes, a través de la garantía federal implícita de las obligaciones de Fannie Mae.

Pero en 1995, Fannie Mae, intentando congraciarse con la derecha, se acercó al Cato con donaciones, demostrando así que entiende aún menos de liberalismo que de hipotecas de riesgo. Cuando Crane respondió que el Cato nunca acepta financiación pública, recibió una estirada carta de Fannie Mae negando categóricamente que fuera en absoluto una entidad pública.

Bueno. Las garantías federales implícitas, que permitieron que Fannie Mae y otra "entidad respaldada por el Estado", Freddie Mac, se expandieran anormalmente con más de 11.000 empleados y 5 billones de dólares en hipotecas, han salido a la luz. ¿Actuó Mae de forma cínica en 1995, o se estaba engañando? Mientras la intromisión del Estado en nuestro tejido empresarial cada vez menos privado crece más rápido que nunca desde los años 30, recuerde: las buenas barreras son la garantía de un buen Estado, barreras que demarquen claramente la frontera entre los sectores público y privado.

Recientemente el Financial Times, que no suele contar chistes, arrancaba así una noticia: "Tim Geithner es sin duda el banquero de inversiones más activo en Wall Street en estos tiempos". Geithner es el presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York. Los acuerdos que alcanzados por él y otros funcionarios con el respaldo del dinero público pueden ser potencialmente necesarios porque los desplomes de instituciones financieras concretas podrían congelar el flujo de crédito que debe lubricar la recuperación. ¿Cuál es sin embargo la excusa para inyectar dinero público a General Motors, Ford o Chrysler?

La planta de montaje de Ford en Louisville, Kentucky, es parte de los problemas de su empresa. La planta de Toyota situada en Georgetown, también en Kentucky, está floreciendo al igual que una parte de la industria automovilística estadounidense, ubicada en gran medida en el Sur, que da trabajo a 92.000 personas y que no sufre los costes estructurales que Ford y GM negociaron con el Sindicato de Trabajadores del Automóvil. Se supone que el socialismo amable –el subsidio al débil– es necesario ante el miedo a que un fabricante automovilístico estadounidense llegue a la bancarrota y provoque el tipo de desorden civil y caos social que acompañó las desapariciones de Studebaker, Packard, American Motors y otros.

Detroit lucha por conseguir subsidios mientras tenga la sartén por el mango, es decir, mientras los 37 votos electorales de los dos estados del automóvil, Ohio y Michigan, estén en el aire. ¿Dónde está el "rencor partidista" que John McCain deplora, ahora que lo necesitamos de verdad? Tanto él como Barack Obama están de acuerdo con aplicar el Estado del bienestar empresarial a los tres mendicantes de Detroit. Obama quizá crea que el socialismo amable es mejor que ningún socialismo. McCain reacciona visceralmente y lo ve como un melodrama moral: su pensamiento económico, que en realidad no tiene nada que ver con tal apelativo, debe más a Moisés que a Adam Smith. En el McCainismo –la política del "honor"– no existen los errores; también tienen que ser deshonrosos, por corruptos.

De cualquier manera, los contribuyentes han sido obligados a subvencionar con 25.000 millones de dólares en préstamos estatales a Detroit, que afirma que dicha suma está bien como aperitivo, pero no supone en absoluto un plato completo, no digamos ya una comida. Quiere más. Los anuncios a toda página de General Motors presumen de que (con la cooperación obligada del contribuyente) está "reinventando por completo el automóvil". Esto no resulta más convincente que los anuncios de GM que ofrecen a los clientes su descuento para empleados "para celebrar nuestro centenario". ¿Celebración de qué? ¿Del hecho de que una compañía que está perdiendo dinero a marchas forzadas tenga que rebajar los precios de sus productos?

Detroit afirma, correctamente, que algunos de sus problemas se derivan de las regulaciones, especialmente las de ahorro de combustible, impuestas por los 535 ingenieros automovilísticos del Capitolio. Pero eso es marear la perdiz. Lo que ocurre es que nadie piensa que el derrumbe de un fabricante automovilístico suponga un riesgo sistémico para la economía. Los americanos simplemente se comprarán coches de marcas diferentes.

En El manifiesto comunista, Karl Marx se maravilla de que el dinamismo del capitalismo sea tal que "todo lo sólido se evapora". Bear Stearns, Lehman Brothers y Merrill Lynch no deberían ser los últimos en comprenderlo.

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