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Juan Carlos Girauta

El clan y la sangre cercana

Cuando se dirige como un eterno aprendiz y todo lo que uno crea ya lo ha creado alguien antes, cuando se es incapaz de organizar el complejo proyecto que sostiene e impulsa una película, la cantinela de la desigualdad de medios es un gran consuelo.

En el clan, el antiamericanismo era congénito, unánime e inmoderado... hasta que algunos de los suyos empezaron a ser distinguidos con el favor del público estadounidense, Hollywood los agasajó y grandes productoras los contrataron. Instalarse allí unos meses al año, o a tiempo completo, obligaba a todo tipo de matices. Además, sus comentarios domésticos ya no se detenían en las fronteras españolas sino que se difundían allende el océano y rebotaban con estrépito. Había que poner sordina, contemporizar, hacer encajes de bolillos dialécticos o, en el caso de carecer de todo tacto, callarse. Y eso es lo que hicieron. Hoy todo resulta mucho más fácil. El actor o director español con proyección americana ya no es, obviamente, antiamericano. Ahora mismo es un ferviente partidario de Obama, opción llena de ventajas: le sitúa a uno en el mismo espacio político donde habita el grueso de sus colegas americanos y, de paso, comparte el prestigio de la dudosa causa del "cambio", el conocido vacío programático del candidato demócrata.

Del cambio que aquí nos importa –el paso del antiamericanismo a Obama– se derivan también felices consecuencias para nosotros, el gran público; ya casi no tenemos que aguantar aquellas zarandajas de envidiosos y torpes artesanos que contraponían la obra de arte europea al cine industrial yanqui, insistían en la superioridad inversora y en los desbordantes medios como supuesta razón de la preferencia popular por los productos cinematográficos americanos, y bla, bla, bla. Cuando no se sabe escribir un guión ni se consigue armar diálogos creíbles, cuando se dirige como un eterno aprendiz y todo lo que uno crea ya lo ha creado alguien antes, cuando se es incapaz de organizar el complejo proyecto que sostiene e impulsa una película, la cantinela de la desigualdad de medios es un gran consuelo. A fin de cuentas, el clan puede seguir instalado en su impericia porque no está exactamente sometido al mercado.

A nadie puede sorprender que el clan, en pleno corazón del País Vasco, no condene el terrorismo vasco. Para hacerlo tendrían que poseer algo de valor, actuar alguna vez con un móvil diferente al de sus hinchados intereses de ególatras endiosados. Vale esto para quienes rechazan en el fondo de su corazón los asesinatos de la ETA. Pero hay más. ¿Cuánto hace que no hablan con un progre rico cuya riqueza dependa de seguir siendo progre? Si no lo ha hecho nunca, entonces quizás ignore que esos clanes se distinguen por un feroz maniqueísmo y está por ver en qué lado de la raya colocan a la ETA. Rosa Díez lo ha comprendido: no tenía ninguna posibilidad de que el clan condenara el crimen en San Sebastián. Y no sólo porque las armas humearan tan cerca.

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