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Serafín Fanjul

Refractarios

Abominan del santoral de su pueblo pero adoran los iconos de sus creencias laicas: el Guernica, las camisetas del Che o la foto de Chaplin.

No todos son mala gente, pero sus virtudes morales –cuando las tiene – se oscurecen y evaporan apenas han de enfrontarse con sus viejísimos tics (los mitos bien tragados y digeridos hace treinta o cuarenta años). Leen en exclusiva El País, si oyen la radio es La SER y en televisión alcanzan el orgasmo de alto nivel con las untuosas homilías de Iñaqui. Aunque lo que de verdad les pone –vicio secretamente atesorado– son las zafiedades de La Sexta. Su sonrisa despectiva ante cualquier ceremonia religiosa católica se trueca en pánico silente –al que denominan "respeto"– a la vista de una mezquita repleta de fieles ejercitándose en la incómoda gimnasia de sus rituales (lo cual, obviamente, ni siquiera es culpa de los musulmanes).

Abominan del santoral de su pueblo pero adoran los iconos de sus creencias laicas: el Guernica, las camisetas del Che o la foto de Chaplin. Recuerdo, con escándalo de la diosa Razón, a aquel tipo que evocaba con unción presuntuosa haber tenido en su muñeca, durante unos minutos, el reloj del Che Guevara, prestado por el papá del muerto (luego se ríen del Santo Sudario, la Santa Faz y el brazo de santa Teresa); al otro que vendía baratijas con la efigie del mismo personaje (y no en una tienda cubana de souvenirs); las infinitas pegatinas con el "no pasarán", el "no a la guerra" y otras consignas similares de sus piadosas jaculatorias pegadas a los ordenadores de ésta o aquélla oficina, redacción de periódico o secretaría de facultad.

Cada vez con más frecuencia, completan y fortifican su vida interior con el yoga, su entrega obnubilada a charlatanes gurús y, peregrinan –faltaría más – al Tíbet. Allí, como es natural, no se enteran de nada, pero, al regreso, los baños de luna, el pis desleído en naranjada y los tamboriles morunos cobran un alcance inusitado en sus miradas de suficiencia, como quien otea desde las cumbres del Himalaya, abajito abajito, el Cabeza de Manzaneda, el pigmeo.

Sin embargo, lo mejor es entablar conversación con ellos, por necesidad o masoquismo. Dejando aparte la evidencia de que algunos pueden ser buenas personas, total o parcialmente, abordar cualquier tema con ellos es problemático, pues si usted menciona la inseguridad que han introducido los terroristas islámicos en los vuelos comerciales, la respuesta será que todo radica en las ganancias de las compañías de seguridad, que se están forrando (lo cual puede ser muy cierto, pero, desde luego, no es el origen de la vaina); si el ingenuo hablante refiere que muchas moras se bañan vestidas en el mar y hasta en piscinas públicas, la contestación, cantada, es que así se bañaban nuestras bisabuelas (no añaden que hace más de un siglo); si se comentan las bombas de Atocha, Nueva York o Londres, ya sabemos lo que viene: bombas tiran todos; de mencionar el millón de tutsis escabechados por los hutus en Ruanda, nos arrojarán encima las dos bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos sobre el Japón; si hablamos de la piratería inglesa padecida por los barcos procedentes de América en otros tiempos, saldrá a relucir que eso nos pasaba por haberle quitado el oro a los indios...Y así en un sinfín de capítulos.

No hay manera de desarrollar ningún argumento centrándose en él mismo y en sus circunstancias. Y total, uno sólo quería conversar, no jugar al ping-pong, ni hacer propaganda de nada, ni convencer al progre de turno (pues el sagaz lector ya habrá identificado al personaje). Imposible concentrarse en la lamentable situación profesional y laboral de los médicos en Cuba, pues los malayos no tienen ambulatorios; ni comentar que el aparcamiento (ORA) en Madrid funciona razonablemente bien, ya que los trabajadores están explotados (circunstancia que, a nuestro juicio, puede arreglarse y no invalida la bondad del sistema), aunque esta preocupación social no valga a su vez para los galenos de la Perla del Caribe (que, a fin de cuentas, son unos traidores deseosos de escapar del paraíso y renuentes a agradecer que les dieron gratis la carrera).

Pero lo más impresionante resulta comprobar cuán refractario son este tipo de interlocutores a aceptar que la realidad puede tener varias caras; cuán inmune es a asimilar injusticias, desgracias y abusos no comprendidos en su exclusivo prontuario de lo blanco y lo negro, su Biblia de buenos y malos; y con una curiosa esquizofrenia en que su propia bonanza personal, el bienestar adquirido mediante su esfuerzo (a veces, por otros motivos que mejor no mencionamos), no entran nunca en juego. Su repertorio de iniquidades cometidas contra los pobres por los ricos no incluye la parte que a él le toca en el asunto, como copartícipe y beneficiario indirecto –en ocasiones, directísimo– de los maléficos resultados. Y lo peor, lo peor del lance, es que, en algunos casos, el tipo no nos cae mal del todo.

En Sociedad

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