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Francisco Cabrillo

No basta con la buena fe

No hay mejor estímulo para la actividad económica y la prosperidad que un Estado que limite su intervención al establecimiento de las normas jurídicas básicas y al mantenimiento de las instituciones que garanticen el orden público.

Una de las anécdotas más conocidas de la historia de las ideas económicas es la respuesta que un grupo de comerciantes franceses le dio al poderoso ministro del rey Luis XIV de Francia, Jean Baptiste Colbert, cuando éste, seguramente con la mejor voluntad del mundo, les preguntó qué podía hacer por ellos. La respuesta de los comerciantes le produjo, sin duda, una gran sorpresa: "Laissez-nous faire", le dijeron. Resumían así, en una frase que se ha hecho muy famosa, la idea de que no hay mejor estímulo para la actividad económica y la prosperidad que un Estado que limite su intervención al establecimiento de las normas jurídicas básicas y al mantenimiento de las instituciones que garanticen el orden público y el cumplimiento de los contratos (o el pago de compensaciones adecuadas en el caso de que esto no sea posible). Esta visión de la vida económica es la que recoge la parábola de la mano invisible, que popularizó Adam Smith, de acuerdo con la cual los agentes económicos, aunque se muevan sólo por su propio interés, promueven con su actividad el beneficio del conjunto de la sociedad.

Cuando observamos lo que ocurre en el mundo real, encontramos sin embargo, con mucha frecuencia, un claro divorcio entre numerosas políticas económicas y el bienestar de la sociedad. La pregunta debe ser, por tanto, por qué los gobiernos insisten en llevarlas a cabo.

Dos son, principalmente, las teorías que intentan dar una explicación a estas situaciones aparentemente sin sentido. La primera se fija en la existencia de grupos de interés que, mediante el Estado, intentan obtener beneficios a costa del resto de los contribuyentes. De acuerdo con esta explicación, el objetivo de la regulación no será tanto el "bien común" cuanto la defensa de los intereses de aquellos que tienen suficiente fuerza como para orientar la decisión de la autoridad reguladora en su propio beneficio. La segunda, en cambio, sin necesidad de plantearse el problema de la buena fe del político regulador, parte de la idea de que los gobernantes creen erróneamente que están perfectamente informados y capacitados para dirigir la economía del país. Son numerosos los economistas que se han ocupado del estudio de esta cuestión. Pero, por citar sólo a dos de los más significativos, hay que señalar que George Stigler ha defendido la primera de estas explicaciones y el también premio Nobel de economía Friedrich von Hayek, la segunda.

Estas teorías no son, sin embargo, excluyentes. El intervencionismo estatal alcanza a un gran número de actividades en la vida económica y las motivaciones finales no declaradas de las diversas regulaciones pueden ser muy distintas. En todo caso, se presentan ante la opinión pública como medidas dirigidas a conseguir el bien común. Pero si en algunas de ellas la apelación al bien común sirve para encubrir una trama de intereses particulares, otras sí serán aplicadas con un propósito sincero de mejorar el bienestar del conjunto de la población, al margen de cuál sea el resultado final o los efectos no buscados de la medida.

Por desgracia, la buena fe del gobernante no es garantía del éxito de sus políticas. A lo largo de los próximos meses se analizarán en esta columna muchos ejemplos reales de políticas económicas absurdas y algunas de ellas tan habituales que forman parte de nuestra vida cotidiana y que poca gente pone en cuestión. Es fácil adaptarse a la tiranía del statu quo. Pero es más interesante sacar a la luz sus contradicciones y sus consecuencias sobre nuestras vidas y nuestros patrimonios.

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