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Juan Morote

La permeabilidad o la cobardía

Frente al auge del nacionalismo segregacionista, sólo se pueden mantener dos posturas: la resistente o la complaciente. Antes del último congreso de los populares ya había echado a María San Gil, símbolo de la postura resistente.

Si algo ha caracterizado los últimos treinta años de la vida política española ha sido la general y pacífica aceptación del nacionalismo excluyente como algo indiscutiblemente bueno. Junto a lo anterior, se ha desarrollado un sentimiento vergonzante hacia lo español. Estos dos fenómenos, perfectamente orquestados y financiados, se nos presentan como algo natural e inexorable.

Desde la aprobación de la Constitución hasta hace diez años, los nacionalistas excluyentes se encontraban en las organizaciones intrínsecamente nacionalistas, tales como HB, el PNV, CIU o el BNG, entre otros. Sólo cuando sus votos eran necesarios para respaldar una mayoría simple, el Gobierno de España se veía chantajeado. Este chantaje consistía siempre en lo mismo: exigir, por un lado, transferencias amparadas en el artículo 150.2 de la Constitución, es decir, más competencias que pasan del Estado a la Comunidad Autónoma correspondiente, debidamente acompañadas de la consignación presupuestaria necesaria para ejercerlas y, por otro, mayor control autonómico sobre la educación.

El año 1998 marca el inicio de un nuevo período, porque cuando Pascual Maragall anunció su candidatura a la presidencia de la Generalitat se produjo un punto de inflexión: el PSC/PSOE se presentó como un partido nacionalista radicalizado. El período de incubación del giro del PSOE culminó con el pacto del Tinell en diciembre de 2003, por el que se acuerda expresamente la exclusión del PP de la vida política.

Este nuevo escenario ha dotado todavía de mayor poder a los nacionalistas, puesto que debido a la posición adoptada por el PSOE, ya no chantajean sólo al Gobierno, sino también a la oposición. De manera que se genera una corriente de opinión que identifica la resistencia a la tiranía de la periferia segregacionista con una actitud retrógrada indigna de llegar al poder. En esta encrucijada se halla el PP: ha de elegir entre mantener un discurso unívoco y coherente o echarse al monte para presentarse como un agregado de partidos cantonalistas. Esta era la cuestión fundamental que debería haber abordado el Congreso búlgaro del PP del pasado mes de junio, en lugar de regodearse en la complacencia de los partidarios.

Rajoy, en los cinco años que lleva en la presidencia del PP, no ha dado más que palos de ciego en la materia que nos ocupa. Frente al auge del nacionalismo segregacionista, sólo se pueden mantener dos posturas: la resistente o la complaciente. Antes del último congreso de los populares ya había echado a María San Gil, símbolo de la postura resistente. Sin embargo, Rajoy barrunta presentarse en Navarra como la mejor forma de frenar el nacionalismo; y con absoluta esquizofrenia, gobierna en Canarias con Coalición Canaria que define a las islas como una nación y plantea una relación bilateral con el Estado. En la ponencia política de CC, aprobada en su último congreso, el término nación aparece hasta cinco veces para referirse a Canarias.

No sé si es una cuestión de "permeabilidad" aunque, según el ridículo léxico de lo políticamente correcto, debería decir que es una cuestión de "apertura" a las diferentes sensibilidades nacionalistas. Es decir, podría parecer que han convencido a Rajoy de que contra los nacionalistas nunca gobernará y ya ha iniciado su particular camino hacia ninguna parte. O en cambio, se trata de un lamentable problema de cobardía. Por desgracia, los tiros van más por aquí que por la permeabilidad y apertura. Ya saben aquello de "que no me señalen" o "que no me digan"; en definitiva, Rajoy está tratando de demostrar que él también tiene talante. Lo deleznable de la cobardía es que hace obrar mal a los buenos. No puede Rajoy seguir en el regate corto de la no-oposición para hacerse el simpático. Más de diez millones de ciudadanos no le hemos votado para eso.

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