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ENIGMAS DE LA ECONOMÍA
Nixon, la ventanilla del oro y la crisis de los 70
El gobierno americano no podía entregar el oro que representaban los dólares porque había venido emitiendo durante años millones y millones sin respaldo de metal precioso. Lo asombroso del caso es que, desde entonces y hasta hoy, el episodio haya pasado a la historia con el nombre de "la desmonetización del oro". José Ignacio del Castillo

Rastreramente y a traición. Fue en agosto de 1.971. El entonces presidente de los Estados Unidos Richard M. Nixon suspendió sine die la convertibilidad en oro del dólar norteamericano. El episodio de esta semana aborda lo que significó esta suspensión de pagos. Sus causas reales y la "cobertura teórica" que sirvió para justificarla. Sus efectos y la crisis subsiguiente que se produjo. Veremos que incluso aún hoy, la crisis de los 70 sigue siendo para la mayoría de los economistas y no-economistas, uno de los episodios económicos peor comprendidos de la historia

Antes que nada, la medida de Nixon estaba dirigida expresamente contra los bancos centrales del resto de países, pues éstos eran los últimos tenedores de dólares que en 1.971 todavía tenían el derecho a convertirlos en oro. Para el resto de ciudadanos no norteamericanos (los estadounidenses no estaban autorizados a tener oro desde 1933), "la ventanilla" se había cerrado tres años antes. Efectivamente, en 1968 había estallado un pool creado por los EE.UU. y algunos gobiernos amigos con el objeto de surtir al mercado con el oro necesario para que cualquier nacional no estadounidense pudiera tener su onza de oro presentando 35 dólares en el mercado.

Que el dólar se viniese definiendo legalmente tras la devaluación de F. D. Roosevelt como 1/35 parte de una onza de oro, significaba que el decreto de 1.971 estaba desnaturalizando el dinero en su esencia. Nixon no tiró la bañera con el niño dentro, sino que como dijo alguien burlonamente, tiró al niño y se quedó con la bañera. El envoltorio pasaba a ser la "mercancía" y la mercancía "dejaba de tener valor" porque un gobierno —que ya no podía entregarla tal y como había prometido— así lo "decretaba".

Una pregunta viene rápidamente a la cabeza cuando se repasa la historia. ¿Por qué cerró Nixon la ventanilla? La respuesta es tan simple como vergonzante. El gobierno americano no podía entregar el oro que representaban los dólares porque había venido emitiendo durante años millones y millones sin respaldo de metal precioso o de otro activo de valor. Es decir, detrás de la mayor parte de los dólares que se habían puesto en circulación no había más que unos títulos de deuda pública impagables en las condiciones prometidas. Lo asombroso del caso es que desde entonces y hasta hoy el episodio haya pasado a la historia con el nombre de "la desmonetización del oro".

Este grado de confusionismo tiene sin duda sus raíces en el inadecuado marco teórico monetario en el que los economistas monetaristas y keynesianos se han venido desenvolviendo durante los últimos ochenta años. Completamente cegados por modelos que en un principio fueron creados para hacer más inteligible la realidad, pero que en poco tiempo pasaron a sustituir a ésta, la mayoría de los economistas con honrosas excepciones, llegaron a creer —y siguen creyendo— que el dinero es una abstracta y etérea unidad de cuenta, carente de sustancia y cuyo valor estaría gobernado por su "masa" y su "velocidad de circulación".

Lejos de ser abstracta unidad de cuenta, la realidad histórica nos recuerda que el dólar es la evolución del tálero, moneda de plata acuñada originariamente en el valle de Joachimsthaler por el Conde Schlick y que empezó a ser conocida con ese nombre por su lugar de origen. Más adelante Thomas Jefferson la incorporó desde Méjico —donde era conocida como dolera o dolor, puesto que era tan apreciada que costaba "un dolor" desprenderse de ella— convirtiéndola en la moneda nacional de los EE.UU. Al establecerse en este país un régimen monetario bimetálico, una misma palabra —dólar— pasó a representar dos cantidades de dos metales distintos. La vigésima parte de una onza de oro y, a la vez, un peso quince veces mayor en plata. Fue la incapacidad de atender simultáneamente a ambas convertibilidades la que forzó al Tesoro americano a suspender la libre acuñación de plata en 1.871. La evolución histórica finalizaba en 1.933 cuando F. D. Roosevelt envilecía el contenido del dólar rebajándolo a 1/35 de una onza de oro.

Me parece a mí que originariamente nadie diría que la plata tenía valor porque podía ser vendida a un peso fijo a cambio de un "tálero". Es evidente, pues que, según determinados economistas, en algún momento de su evolución el dólar y los metales preciosos debieron sufrir una notable "transubstanciación" para que Milton Friedman llegase a escribir:

"El oro actualmente [1960] es más una mercancía cuyo precio está legalmente garantizado que la base de nuestro sistema monetario"; Milton Friedman y Anna Schwartz. Historia monetaria de los EE.UU 1867-1960.

Ruidosamente, Friedman lanzaba luego su propuesta. La solución era dejar "libre" el precio del oro, para conseguir así que el precio de todas las mercancías fuese fijado por el mercado y sin la intervención gubernamental.

"[Incidentalmente], hay una solución, que es la única satisfactoria: abolir la fijación de precios por parte del gobierno. Dejar que los tipos de cambio sean determinados primariamente por transacciones privadas y se conviertan en precios de mercado libre. Hacer que el gobierno desaparezca sencillamente de la escena [...U]n sistema de cambio flotante elimina completamente el problema de la balanza de pagos [...] Los tipos de cambio flotantes pondrían fin a los graves problemas que obligan a repetidas reuniones de los secretarios de la Tesorería y de los gobernadores de los bancos centrales para elaborar amplias reformas. Pondría fin a las ocasionales crisis que provocan frenéticos desplazamientos de altos funcionarios gubernamentales de una capital a otra, llamadas telefónicas a medianoche entre los principales funcionarios de los bancos centrales para pedir préstamos de emergencia a fin de sostener un signo monetario u otro". Milton Friedman, "Dólares y déficit" (Buenos Aires: Emecé, 1971)

No obstante, la supuesta transubstanciación de la moneda se había producido tan sólo en la mente de ciertos economistas. Convencidos de que la unidad monetaria norteamericana era sencillamente un papel en el donde estaba escrita la palabra dólar y que el valor del oro estaba artificialmente sostenido por la paridad gubernamental, keynesianos y monetaristas pronosticaron que el precio del oro descendería abruptamente en cuanto el gobierno americano abandonase la convertibilidad. Según ellos, el oro perdería su demanda monetaria —lo decía Nixon, oiga, y eso vale más que 8.000 años de decisiones privadas—, conservando tan sólo su demanda industrial y ornamental. Según sus estimaciones, la desmonetización haría bajar el precio del metal amarillo hasta los ocho dólares la onza aproximadamente.

O sea, según los monetaristas y los keynesianos, el gobierno americano al incumplir sus compromisos estaba "desmonetizando el oro". ¡Por tanto, los que tenían que estar preocupados eran los que tenían oro y no papel! Finalmente, todo se hacía para "liberalizar" aún más el sistema económico. Que una coartada teórica tan equivocada triunfase —y lo siga haciendo—, constituye uno de los episodios más oscuros de una Ciencia Económica que sigue a la deriva desde que las enseñanzas de Carl Menger fueron olvidadas.

Posiblemente, la idea de que vaciar de contenido al dólar iba a hacer mejorar su precio en relación con el oro, es tan absurda como el hecho de pensar que las botellas de Rioja se van a apreciar respecto de dicho vino si en vez de llenas, se venden vacías. Más aún, es pensar que la gente demanda Rioja por la etiqueta de la botella y no por la sustancia y la calidad del vino que contiene. Por supuesto, en cuanto dejó de ser convertible, el dólar sufrió un severo descuento respecto del oro y poco tiempo después de la "desmonetización", la onza alcanzó precios entre los 400 y 900 dólares. ¡Más o menos lo pronosticado!

Aunque muy confiado no debía estar Nixon con la nueva moneda, porque en ese mismo mes de agosto de 1.971, y con el fin de "evitar la inflación", decretó un control de precios y salarios. La congelación de precios, como era previsible, no produjo los resultados apetecidos. Eso sí, consiguió originar un agudo desabastecimiento de combustible y desorganizar aún más la producción. En diciembre del mismo año se firmaba el Smithsonian Agreement según el cual los países firmantes incluidos aquellos con monedas más sólidas como Alemania y Suiza, se comprometían a mantener un cambio fijo con el dólar. Nacía así la "serpiente monetaria" conocida con ese nombre porque todas las monedas oscilaban arriba y abajo entre estrechas bandas. En 1973 reventó el nuevo acuerdo cuando los Bancos Centrales de Alemania y Suiza decidieron dejar de adquirir la enorme cantidad de dólares de la que trataban de deshacerse los inversores de medio mundo en pleno pánico.

Rápidamente, la crisis del dólar desencadenó un fenómeno "inexplicable" para muchos economistas (los mismos que decían que el precio del oro iba a caer con la desmonetización de Nixon) y que fue bautizado con el nombre de "estanflación" —estancamiento, paro y recesión con inflación. Según la macroeconomía keynesiana, las causas de las crisis y del paro eran la demanda insuficiente de bienes y el atesoramiento excesivo. Contemplar a la vez el paro y la inflación en el doble dígito no cuadraba. Keynes fue desterrado al baúl de los recuerdos, justo cuando la realidad le estaba dando y quitando la razón a la vez.

A diferencia de lo que se pudiese decir, el dinero (al menos en gran parte y pese a las pretensiones de Nixon) seguía siendo en ese momento el oro. Y era evidente que todos los precios estaban cayendo en términos del oro, mientras la gente huía del papel moneda, de los bonos y de las acciones. Keynes había acertado al hacer coincidir los periodos de crisis con abruptos desajustes en la demanda de dinero. La realidad también desmentía los remedios que Keynes había predicado y evidenciaba que el gobierno no tiene la facultad de "hacer dinero" a voluntad. Todo el que había venido fabricando durante una década era ahora rechazado. La "masa monetaria" dejaba de ser homogénea y el mercado discriminaba separaba la buena —el oro— de la mala —el papel respaldado por deuda pública. Algo que ocurre en todas las crisis cuando los bancos sufren peligrosas corridas y los activos que se monetizaron durante la expansión del crédito se desinflan al no pasar el fielato de las valoraciones individuales que constituyen el mercado.

Todo el periodo de la crisis de los 70 nos dejó una valiosa enseñanza que Carl Menger ya había explicado un siglo antes. El dinero no es una cantidad que pueda generarse o imprimirse a partir de la nada y por decreto, sino una cualidad —la liquidez— que el mercado descubre en los bienes y en los activos. La liquidez consiste en no sufrir pérdidas de valor (o pérdidas de tiempo) al desprenderse de cantidades incluso enormes de un bien. Bien el dinero mercancía, bien los activos monetizables, han de ser aquellos que constituyen o representan los bienes más deseados por el mercado. Aquellos con una demanda más amplia, estable y permanentemente insatisfecha.

Inexorablemente, la violación de esta ley significa tener que pagar el precio de las recesiones. Que sean "deflacionarias" o "inflacionarias" sólo dependerá del activo que tomemos como referencia para expresar los precios.

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