Menú

DISCURSO ÍNTEGRO DE RAJOY EN BILBAO

Buenas tardes.
 
¿Cómo se le explica a un adolescente bilbaíno que País Vasco y nacionalismo no son la misma cosa? ¿Cómo puede imaginar un País Vasco que no esté sujeto a la tutela del nacionalismo?
 
Estamos ante una tarea dificilísima. País Vasco y nacionalismo se ofrecen como dos conceptos tan entrelazados que parecen uno solo. No podemos olvidar que los nacidos en Bilbao después de 1980 no han conocido otro clima que el de un nacionalismo hegemónico acompañado por la presencia de un terrorismo despiadado que no ha dejado ni siquiera lugar para considerar que las cosas pudieran ser de otra manera.
 
En el País Vasco se considera ya como normal la existencia de una hegemonía ideológica que impone sus ideas, sus objetivos, sus reglas, sus símbolos e incluso su moral puesto que divide a los ciudadanos entre buenos y malos: buenos y malos vascos.
 
Parece como si fuera del nacionalismo no existiera nada que merezca la pena. Estamos ante una irracionalidad manifiesta, pero triunfante. Una irracionalidad que logró incrustarse en la democracia de 1978, que otorgó el monopolio de la sociedad vasca al nacionalismo. ¿Por qué? Porque iba a acabar con ETA.
 
Y así hemos llegado hasta el monopolio actual. Esto es un hecho objetivo. Las cosas están así. Lo que ahora nos importa es si podemos cambiarlas o, por el contrario, estamos ante una realidad inexorable de la que no es posible huir.
 
Mi opinión es que existe otro País Vasco posible, mucho más atractivo que el actual, más habitable, más en consonancia con los valores del progreso, la igualdad, la justicia y la solidaridad. Ese País Vasco existe. No me lo invento: es el que ha existido siempre. Parece increíble, pero esto del nacionalismo obligatorio es un fenómeno reciente. Acaba de cumplir 25 años. En los periodos democráticos anteriores a la Guerra Civil, nunca existió. Jamás se ha dado el caso de que en el País Vasco los ciudadanos que rechazaran el nacionalismo tuvieran que refugiar sus ideas en las catacumbas. Nunca. Esto es nuevo.
 
En Bilbao, por ejemplo, jamás logró imponer sus credos el nacionalismo. Bilbao, hasta hace cuatro días, era una ciudad liberal. Yo creo que sigue siéndolo pese a la espesa capa de maquillaje que los nacionalistas le pasan por la cara.
 
Por eso creo que quienes habitan el País Vasco no están condenados a sufrir una versión deformada de su propia tierra, de su historia, de sus costumbres, según el guión que impone el nacionalismo vasco. No estamos ante un destino inexorable.
 
Aunque cueste hoy imaginarlo, ha existido y existe todavía un País Vasco real, que no es nacionalista, que es posible, que es más habitable, más sereno, más justo y, en consecuencia, más deseable.
 
No es una fantasía. Este País Vasco que defiende el PP, es el mismo que ha defendido el PSOE desde su fundación en el siglo XIX hasta hace poco más de dos años. Ahora parece que lo han olvidado, pero algunos socialistas todavía lo defienden. No estoy hablando de ninguna quimera.
 
Si le preguntáramos en la calle a cualquier individuo de los que rechazan el nacionalismo qué es lo que echa en falta, ¿qué contestaría?
 
-Lo primero que nos diría es que quiere ser tratado como igual. Su percepción es que aquí todos los ciudadanos no son iguales. Quiere volver a serlo, como lo eran antes de que los nacionalistas establecieran diferencias entre las personas.
 
-Lo segundo que nos diría es que quiere sentir que habita en su propia casa. Por supuesto que está en su casa, pero parece como si ahora estuviera realquilado.
 
-Lo tercero, que quiere tener voz y mandar tanto como cualquier otro, porque su opinión no vale ni más ni menos que la de cualquier otro y, sin embargo, ahora se considera una opinión ilegítima y guarda un prudente silencio.
 
-En cuarto lugar, que le gustaría tener un horizonte despejado, es decir, tener derecho a escoger algo distinto al proyecto nacionalista obligatorio.
 
Por último, nos diría que no quiere dejar de ser español y esto por dos razones. Porque se siente español de forma natural y porque sospecha que si dejara de serlo se acentuaría su desigualdad.
 
Lo que está diciendo es que quiere vivir en una democracia. Que echa en falta la democracia. No lo dirá tal vez con estas palabras. No hablará de democracia, ni de nación, ni de soberanía. Expondrá sus sensaciones y tal vez no sepa ir más lejos. Nosotros sí sabemos y, además, estamos obligados a ir más lejos y a explicar lo que aquí ocurre en términos de carencia democrática. Porque nosotros defendemos un País Vasco que sea, por encima de todo, democrático.
 
¿Qué significa democrático? Esto de la democracia es algo tan deseable, con tan buena prensa que todo el mundo se proclama demócrata, hasta Fidel castro. El señor Otegi, sin ir más lejos, es tan firme en sus convicciones democráticas que no duda en tachar de fascista a todo el que le contradiga. Se ve que lo que más abunda en este mundo son los demócratas. Yo también me confieso demócrata pero no quisiera que me confundan ni con Otegi ni con Fidel Castro. Por eso, voy a precisar algunas cosas de la democracia que quiero para el País Vasco.
 
-Primero: La democracia es una planta que respira libertad. Donde no hay libertad, mal se puede hablar de democracia. Yo quiero que en el País Vasco se respire libertad. Esa libertad que le falta y que condena el silencio y a la resignación a más de la mitad de los habitantes. Para ellos no ha llegado todavía la democracia más que en cuentagotas.
 
-Segundo: La democracia exige que todas las personas sean iguales y participen en igualdad de condiciones en las decisiones políticas, independientemente de en dónde hayan nacido y cuáles sean sus apellidos o sus indicaciones políticas. Si todos no somos iguales y no tenemos todos la misma legitimidad, mal podemos hablar de democracia. Nosotros queremos que los habitantes del País Vasco sean todos iguales ante la ley, iguales en derecho, iguales en oportunidades, iguales en la capacidad para orientar el futuro de la sociedad vasca sin tener que pedir ni permiso ni perdón a nadie. Porque el fundamento de la razón de ser de los demócratas es la persona, no su raza, su religión, su sexo, su partido o la tierra que habitan.
 
-Tercero: La democracia exige que se pueda escoger. Donde la elección es obligatoria porque la sociedad está sometida a un yugo ideológico intocable y las alternativas se consideran ilegítimas o están perseguidas, mal se puede hablar de democracia. Un País Vasco democrático sería aquel en el que los ciudadanos no estuvieran condenados a un destino obligatorio: en otras palabras, un país en el que, al menos, en teoría, fuera posible arrinconar en el cofre del Cid toda la herencia del señor Sabino Arana. ¡Debiera existir la posibilidad de que otras ideas triunfen sin que el mundo se hunda o alguien eche mano a la pistola!. Debiera ser legítimo aspirar a un País Vasco liberado del nacionalismo. Tan legítimo como lo contrario.
 
 Así entendemos nosotros la democracia y así la deseamos para el País Vasco: no raquítica, sino sana y pujante. Por eso pensamos que existe un País Vasco mejor, más civilizado, más habitable, más atractivo.
 
El problema es que el nacionalismo, como todos los credos identitarios, es decir, tribales, se lleva muy mal con los derechos individuales. Los nacionalistas están al servicio de un credo infalible y de un destino inexorable. Ante un objetivo de tanta grandeza, los derechos individuales parecen ridículos. El individuo se convierte en un número. El buen nacionalista es aquel que acepta formar parte de ese destino colectivo que reveló Sabino Arana y se sacrifica por ello. De ahí que, para el nacionalismo, los derechos individuales sean siempre subsidiarios del gran derecho colectivo, del derecho del Pueblo Vasco. Y como esto es lo que tienen establecido para sí mismos, esto es lo que exigen a los demás. ¿Por qué? Porque dan por supuesto que todos los habitantes del País Vasco han de sumarse a ese valor moral que consideran superior. Todos saben contribuir a la gran marcha del pueblo errante, es decir, todos han de convertirse en nacionalistas creyentes o, al menos, practicantes. Reconocen a todo el mundo la libertad de contribuir al destino colectivo que impone su doctrina, pero consideran incívico todo lo que pueda entorpecerlo. Por ejemplo: un padre que desee educar a sus hijos de castellano, está entorpeciendo la marcha del nacionalismo, es decir del Pueblo Vasco. Repito, al nacionalismo no le gusta el individuo.
 
La nuestra es una democracia de individuos. Por supuesto, que el modelo de democracia que nosotros defendemos aquí es el mismo que defendemos en todas partes. No concebimos un modelo vasco especial. La democracia no admite variaciones regionales porque no sabe geografía. Salvada la existencia de una democracia, sean bienvenidas todas las particularidades y los regionalismos que nos caracterizan y que sean compatibles con ella. Por la misma razón, liberémonos cuanto antes de todas las particularidades anacrónicas, de todas las formas culturales retrógradas que pretendan distorsionar, empobrecer o retorcerle el brazo a la democracia de individuos que nosotros defendemos.
 
Vamos a Lo nuestro. ¿Quién ejerce sus derechos en una democracia? Esto es una pregunta que en el País Vasco nos trae a mal traer y conviene que precisemos las cosas.
 
-  ¿Quién ejerce sus derechos en una democracia? Los ciudadanos
-  ¿Cuáles? Todos los miembros de la Nación
-  ¿De qué nación? De la que ha configurado un Estado
 
Parece sencillo, ¿no? Pues por lo visto no lo es. Todo el mundo manosea y deforma estos términos según le convenga. Por eso, si no queremos caer en el pantano de la ambigüedad nacionalista, será mejor que los concretemos para que se sepa con precisión de qué estamos hablando.
 
Cuando hablo de ciudadanos no me refiero simplemente a los habitantes de una ciudad. Es cierto que en su origen se llamó así a los habitantes de la Roma Republicana pero el término se utilizó enseguida para designar a los individuos que disfrutaban de todos los derechos en aquella república.
 
Nosotros hemos heredado el nombre y el significado. Desde la República Francesa, se llama ciudadanos a los individuos que no son siervos ni súbditos porque se gobiernan a sí mismos y no reconocen ningún poder sobre ellos. Los ciudadanos son los únicos dueños de su propio destino. Todos juntos encarnan el poder soberano y conforman una nación que puede constituirse en un Estado.
 
Estos tres conceptos son inseparables. No existe ciudadano si no existe la nación, que es su ciudad. A la vez, no son entes abstractos que flotan entre las nubes. Son formaciones sociales articuladas. Un Estado no es más que una nación que adquiere forma real porque los ciudadanos la han articulado, es decir, se han constituido y han establecido unas reglas de funcionamiento.
 
Sin Estado, sin Nación, los derechos individuales se volatilizan. ¿De qué le sirven los derechos a una niña en Somalia? Únicamente puede disfrutarlos si dispone de un cuerpo social que reconozca esos derechos y que se articule para hacerlos reales. No me conformo con que la sociedad condene el abandono de los niños o la violencia doméstica. No. Yo para que eso no ocurra quiero policías, jueces y leyes. Eso es un Estado lo demás son  plegarias.
 
Así pues, el ciudadano es la parte de un todo que se llama nación. Sólo se puede ser ciudadano en una nación y, para un demócrata, sólo existe nación real cuando los ciudadanos la articulan en un Estado de Derecho.
 
En España, por ejemplo, desde 1978 todos los vascos son ciudadanos y todos forman parte de la soberanía española porque todos los vascos, los que viven en Bilbao y los que viven en Sevilla, como todos los andaluces, los que viven en Sevilla y los que viven en Bilbao, se integran en la Nación Española, la cual decidió por última vez constituirse como Estado de Derecho en 1978.
 
Los españoles hemos modificado muchas veces la articulación del Estado. Hemos formado monarquías y repúblicas, dictaduras y democracias, según dónde estuviera depositada la soberanía. Lo que no hemos querido variar nunca, aunque nos costara sangre, ha sido la composición de la Nación Española. Desde los Reyes Católicos hasta hoy, hemos conformado siempre la misma nación. La hemos articulado de distintas formas, pero ha sido siempre la misma nación.           
 
Y todas estas consideraciones de teoría política ¿a qué vienen?
           
Pues vienen a evitar confusiones. Todo esto, aunque parece muy claro, el nacionalismo vasco lo rechaza de plano porque arruina el Testamento de Sabino Arana. Si lo aceptara tendría que cerrar la tienda.
           
 Lo que propone el nacionalismo es que existe un supuesto pueblo vasco que es hoy y ha sido siempre soberano. A esto añade un pleito territorial porque el presunto pueblo, presunto soberano, es presunto dueño de la tierra que pisa, según proclaman unos presuntos derechos que presuntamente lo legitiman. Los nacionalistas creen en este batiburrillo de conceptos con tal fuerza que a muchos les lleva a aborrecer todo lo que huela a español con la misma antipatía que los carlistas dedicaban a los liberales. Otros, más expeditivos, sacan la pistola.
           
Sin embargo, todas estas creencias son falsas. Absolutamente falsas. Nunca ha existido tal pueblo. Ni siquiera ha pretendido existir nunca hasta que lo inventó Sabino Arana. Tampoco existe hoy. Ni siquiera los nacionalistas saben dónde está. ¿Lo forman siete provincias, cuatro provincias, tres oprobias? ¿Lo forman todos los habitantes del País Vasco, incluidos los que votan al PP, o sólo algunos elegidos? ¿Y los vascos de Benidorm, y los de Buenos Aires y los de Idazo, todo eso que llaman La Diáspora, en qué pueblo se incluye o es que pertenece a varios?
           
Es obvio que estamos ante un ente de ficción sin límites precisos, sin contenidos concretos. Las naciones de verdad son más estrictas. Por ejemplo, la Nación Española está formada por cuarenta millones de personas, todas las cuales están registradas. Tienen nombre, apellidos y domicilio. Eso es una nación real que ampara derechos reales.
           
Las naciones teóricas, culturales, tribales, etc., son formas figuradas de hablar que no amparan los derechos de nadie.  No les importa mucho porque, insisto, los derechos que pregonan son los del famoso pueblo. Por ejemplo, los derechos como persona y como ciudadanos del señor Ibarretxe los protege el Estado español. El pueblo vasco no le protege ningún derecho. No consta en ningún sitio. Y es que con metáforas no se construye un Estado.
           
Ni siquiera puede el presunto y errabundo pueblo del nacionalismo decir que es soberano. Soberano es quien no reconoce ningún poder superior. Los miembros de ese pueblo, sean quienes fueren, son todo lo contrario: siervos de un destino prefigurado. No están en este mundo para disfrutar de la libertad sino, estrictamente, para someterse a un credo que prefigura un destino obligatorio y la renuncia a la libertad individual. De soberanía, nada.
 
Ahora los nacionalistas reclaman el derecho de autodeterminación. Digo ahora porque estas son cosas de  hace cuatro días. Lo reclaman, pero no es para autodeterminarse ¿A dónde van a ir? No. Lo quieren para establecer que la revelación de Arana es obligatoria para todos. Quieren un referéndum porque piensan que así, por mayoría, podrán tapar la boca a los vascos que rechazan el mito nacionalista. No les interesa la soberanía porque no les interesa el individuo.
           
Esta es la frontera que separa a la democracia del nacionalismo. Nosotros defendemos derechos individuales, porque los integrantes de nuestra Nación no son las tierras ni los pueblos: son las personas. No formamos una nación de naciones, sino una nación de personas, de individuos, de ciudadanos. No nos apoyamos en ningún tipo de identidad, sea de lengua, de raza o de credo, porque todas nos parecen rechazables: injustas porque discriminan, antidemocráticas porque rechazan la igualdad y peligrosas porque no fundamentan la legitimidad del poder en las personas, sino en falsos dioses de ficción que con frecuencia reclaman sacrificios humanos.
           
La sociedad española es abierta, precisamente, porque está compuesta  por individuos. No lo sería si la conformaran pueblos irredentos. No podría serlo. Una sociedad nacionalista siempre será una sociedad cerrada.
           
Digo esto para que se aprecie lo rancio de este pleito que casi todo el mundo ha superado salvo algunos españoles.
           
 Alguno alegará que el nacionalismo es más moderno, que nació un siglo después de la Revolución Francesa. Sí, en efecto, nació en 1890, pero para defender antiguallas. Para resguardarse en el mundo antiguo, el que se estaba derrumbando por doquier. El nacionalismo nació mucho más tarde, pero es una ideología anclada en el Antiguo Régimen. Nació precisamente para recuperar aquellas viejas costumbres que la modernidad y el liberalismo barrían. Nació como reacción ante la modernidad, como miedo a la libertad, como fanal protector contra el liberalismo primero y el socialismo después. Nació para hibernar cultural y políticamente al País Vasco y preservarlo del contagio de la modernidad. Hoy en día, en 2006 siguen anclado en las mismas aguas rancias.
           
 Todo esto que acabo de exponer podría suscribirlo el PSOE, al menos hasta hacer poco más de dos años. Esta era su doctrina sobre la Constitución, las libertades o el nacionalismo. Socialismo es libertad pregonaban en 1977.
           
¿Cómo se entiende, entonces, ese entusiasmo actual por el nacionalismo? En Cataluña están dispuestos a hacer otra nación distinta de la española; acaban de reconocer símbolos nacionales en una comunidad autónoma; no protegen los derechos de los castellanohablantes, restringen la libertad individual… Si estuviera en su mano, se hubieran modificado la Constitución para dar más gusto a los nacionalistas.
 
 Lo que ocurre aquí es bien conocido. El PSOE ha descubierto afinidades inéditas en Batasuna y en el sindicato LAB. El señor López tiene ya preparado un papelito sonrojante para incorporarse a esa Mesa de la Negociación y debatir sobre el futuro de este pueblo su derecho a decidir  si hay que incluir o no a Navarra…
 
¿Es que ahora los socialistas creen en el pueblo vasco? ¿Van a defender la historia del conflicto? ¿Son partidarios de la incorporación de Navarra? Uno ya no sabe qué pensar. De la noche a la mañana los internacionalistas de ayer se han convertido al localismo ramplón. Los que defendían la igualdad bendicen hoy las diferencias, los privilegios y las exclusiones.
 
Si el PSOE ha dicho siempre desde Indalecio Prieto hasta Mario Onaindía que el nacionalismo no tiene razón, que es injusto, sectario e insaciable, ¿de dónde ha salido esta súbita conversión a unas ideas que pisotean los valores del socialismo?
 
 Uno comprende bien a los nacionalistas. Son coherentes. Nadie podrá decir que han traicionado sus creencias. Hacen lo que todo el mundo.
 
Espera que hagan, lo que han hecho siempre, lo que harán mientras existan.
 
Lo que no se entiende es que el PSOE se sume a ellos. No me refiero a que los busque para pactar una mayoría parlamentaria. Eso es algo que una ley electoral impone a todos. Además no lo necesita. Se trata de algo más grave. Da la impresión de que el PSOE ha descubierto el atractivo ideológico del nacionalismo. Lo que hasta ayer mismo era excluyente, insolidario y cavernícola, se ha convertido, de la noche a la mañana en moderno, abierto y progresista.
 
El modelo de Estado que hoy defiende el socialismo español es el modelo nacionalista, es decir, el que representa la vuelta a los planteamientos más retrógrados del Antiguo Régimen: los privilegios y la desigualdad. Ahora resulta que cuantas menos competencias tenga el Estado, mejor; cuanto más incapaz sea para desarrollar una política nacional, mejor; cuanto más incapaz sea para desarrollar una política nacional, mejor; cuanta menos fuerza tenga para asegurar la igualdad, la cohesión o la solidaridad, mejor. Este es el Estado que quieren hoy los socialistas, el Estado que sacraliza la injusticia, en el que los españoles dejan de ser iguales, en el que importa mucho dónde se haya nacido. El mismo. El mismo, el mismo con el que sueñan los nacionalistas. Lo defiende el PSOE.
 
Yo no soy quién para explicar a nadie como han de ser sus ideas. Me limito a manifestar mi sorpresa ante un partido que, paradójicamente, presume de socialista y se llama español.
 
Y lo lamento. Lo lamento de veras, porque ese abandono del campo constitucional modifica gravemente la correlación de fuerzas en el País Vasco. Eso es muy importante para lo que es preciso hacer aquí.
 
Para hablar de democracia en el País Vasco, lo primero es acabar con el terrorismo. Cómo se hace y cómo no se hace.
 
Si hay algo que urge en el País Vasco es acabar con el terrorismo. Todo lo demás queda supeditado a ello. Lo primero ha de ser acabar con el terrorismo. El primer enemigo de la libertad y el principal obstáculo para la democracia. No será posible hablar de democracia ni imaginar una alternativa eficaz al nacionalismo en un clima de terror.
 
Lo primero, acabar con el terrorismo. Es inmoral seguir hablando de competencias, de estatutos, de futuro, mientras exista ETA y su existencia desequilibre la balanza a favor de quienes comparten sus ensoñaciones nacionalistas.
 
Lo primero es acabar con el terrorismo. La primera obligación de todo el que se llame demócrata. Para que podamos abrir de verdad las ventanas al aire de la democracia, de la igualdad, del cese de las coacciones.
 
Acabar con el terrorismo no es fácil por dos razones: la primera es que juega con ventaja, como una serpiente oculta entre la hierba. La segunda razón es que cuenta con importantes padrinazgos por razón de su ideología. Hay gentes que, aunque les repugna el terrorismo, temen que si ETA acaba mal, las ideas del nacionalismo sufran un menoscabo grande. Les gustaría que ETA acabara bien, es decir, que finalice lo que llaman violencia pero triunfe la doctrina. Dicho de otra manera: les gustaría que los españoles se conformen con la paz y cedan en lo demás.
 
Pero en fin, aunque no es fácil, todo el mundo sabe cómo se combate a los terroristas. Después de un calvario de treinta años, los españoles hemos aprendido todo lo bueno y todo lo malo. Podemos dar lecciones. No necesitamos inventar nada nuevo.
 
El terrorismo tiene muchos frentes y hay que combatirle en todos, con el Estado de Derecho y desde una posición de superioridad moral, la de quien defienda la Justicia, la Libertad y honra la memoria de las víctimas.
 
Deben intervenir en primera línea las fuerzas de seguridad y los jueces. Ni unos ni otros bastan. Necesitamos también que los ciudadanos estén en la calle para que nuestra razón moral resplandezca y no nos falte el apoyo internacional. Es indispensable el consenso de los partidos democráticos. El terrorismo se fortalece con la esperanza de lograr resultados, y renueva esta esperanza cada vez que cambia el Gobierno. Es preciso que los demócratas se pongan de acuerdo para decirle a ETA que, gobierne quien gobierne en España, jamás logrará ningún resultado. Es preciso, en fin, aprovechar todos los instrumentos que ofrece el Estado de Derecho para acorralar a la banda terrorista, secar sus fuentes de financiación, ilegalizar sus organizaciones cómplices, etc. Todo el mundo conoce esto.
 
Además, hay que estar con las víctimas. Por muchas razones: humanitarias, de solidaridad, de justicia… que no tienen nada que ver con lo que aquí tratamos. Tenemos una deuda con todas ellas y estamos obligados moral y políticamente a que la justicia castigue a los verdugos y resarza a las víctimas.
 
Son parte de nosotros mismos. No nos acercamos a las víctimas con la piedad de quien se compadece del mal ajeno. Nos acercamos como quien siente el mal y el dolor en su propia carne, porque cualquiera de nosotros podía estar en su lugar. Las han perseguido por estar en nuestro campo, en el de la libertad, la democracia, la Nación Española.  No nos separa de las víctimas la voluntad de ETA. Nos separa el azar. Cayeron ellas como podíamos haber caído nosotros.
 
Pero lo que me importan señalar hoy es que forman una parte muy importante en la lucha eficaz contra el terrorismo. Por varios motivos:
Nos recuerdan de qué parte está la razón.
Nos recuerdan los valores por los que luchamos puesto que son los mismos por los que cayeron.
 
Nos recuerdan los sacrificios que hemos acumulado en tantos años.
 
Y nos recuerdan el encanallamiento de los asesinos.
 
Por el contrario, si las olvidamos, si las dejamos encerradas en su casa, amortiguamos el mal, quitamos importancia al crimen, banalizamos el sufrimiento.
 
No se puede vencer al terrorismo arrinconando a las víctimas. Por eso, quien no desea derrotarlo sino pactar, no acabar con la amenaza sino tranquilizarla, no hacer justicia sino ceder la razón, se molesta con las víctimas porque le estorban.
 
Esta ha sido la fórmula del éxito, la más eficaz en treinta años. La fórmula más dolorosa para ETA, la que ha logrado expulsarla de todas las instituciones dentro y fuera de España, dejarla sin dinero, sin cómplices, sin alevines y sin esperanza.
 
En la experiencia de los españoles, que es una experiencia muy rica, sólo contamos con una fórmula buena para derrotar a ETA: la que acabo de exponer. En cambio, conocemos muchas malas. Las hemos aplicado todas. Cada Gobierno ha tenido ocasión de aprender con los éxitos y los fracasos del anterior. Me refiero a los gobiernos que aprenden cosas.
 
Hay muchos caminos equivocados. Ahora bien, si tuviéramos que imaginar la peor manera de combatir el terrorismo, la más deseable, ¿cuál sería?
 
Yo creo que la peor manera de combatir el terrorismo sería aquella que busque atajos, que no proponga acabar con ETA sino con la violencia, que se conforme con calmar a la fiera, que de la razón a los periodistas... en una palabra, la que acepte pagar un precio para que los pistoleros nos perdonen la vida. Esa sería la peor.
 
Esto se puede hacer de muchas maneras. Por ejemplo: el Gobierno podría buscar una fórmula en la que ETA ni desaparece ni pide perdón, pero concede una tregua que recuerda mucho a la paz. Es un sucedáneo pero tranquiliza. El caso es que si los terroristas se están quietos, la cosa puede parecerse mucho a la paz.
 
¿Qué habría que hacer para conseguirlo? Lo primero atender la oferta de negociación de Batasuna: Ya saben, aquello de Anoeta y las dos mesas. Pactar con ETA un acuerdo para escenificar el inicio de unas conversaciones. Luego, ir a las Cortes, para solicitar permiso. Convendría congelar el Pacto Antiterrorista para que ETA recupere la esperanza; archivar la Ley de Partidos para que Batasuna regrese al Parlamento Vasco y asegurarle que participará en las elecciones municipales. La banda necesita oxígeno, así que habría que retirar a los fiscales indóciles y colocar al Fiscal General del Estado en situación de reposo para que los miembros de Batasuna pudieran ejercer sus inalienables derechos de expresión, de reunión, de manifestación y de huelga sin molestias.
 
Ayudaría mucho que el Gobierno asumiera el lenguaje de ETA y hablara de proceso de paz, territorialidad, diálogo sin condiciones, ni vencedores ni vencidos... como si fuera un parroquiano asiduo de las Herriko Tabernas.
 
Con todo esto, ya estarían creadas las condiciones para que ETA anunciara solemnemente  un alto el fuego que, si las cosas fueran bien, pudiera ser definitivo. ¡Ya tendríamos la paz!
 
Como ya tendríamos la paz, el Gobierno podría volver a las Cortes para que le autoricen a negociar. Comenzaría la negociación. Habría que revisar la situación de presos y exilados para preparar los indultos individuales. Convendría que ETA dejara las armas, pero sin apremios porque ya estaríamos gozando de la ansiada paz.
 
Mientras tanto, habría que formar en el País Vasco, la Mesa de Partidos que ETA ha diseñado para tratar de las concesiones políticas. Como allí no estaría ETA, nadie podría decir que se hacen concesiones políticas a ETA. La finalidad de esta Mesa sería pactar un nuevo Estatuto de Autonomía que resulte satisfactorio para las aspiraciones del nacionalismo. Naturalmente no puede ser cualquier cosa. Sería un estatuto de emancipación. De momento, no podría incluirse todo lo que ETA reclama, pero dejaría las puertas abiertas. No diría que no a nada. Por ejemplo, para el llamado derecho de autodeterminación convendría buscar una fórmula ambigua que permita a los españoles tragar la píldora.
 
El caso de Navarra habría que aparcarlo hasta que los socialistas puedan formar allí un gobierno tripartito…etc.
 
Esto es lo que a mí me parece que podría hacerse en el caso de que buscáramos un efecto de propaganda, un sucedáneo de paz o, sencillamente engañar a los españoles e intentar un pelotazo electoral.
 
¿Por qué sería malo? Por muchas razones.
 
La principal es que no acabaría ni con el terrorismo  ni con ETA. Al contrario: demostraría que el terrorismo es un negocio muy rentable.
           
Con este procedimiento, ETA no abandonaría las armas en ningún momento. Permanecería  vigilante, como tutora del proceso. Todo estaría en manso de los terroristas. Ellos decidirían cuándo se empieza, dónde se habla, quiénes se sientan, que se negocia… incluso cuándo hay que dar una patada a la mesa. ETA sería el árbitro que valora la calidad de los acontecimientos. Por ella sabríamos si las cosas se están haciendo bien, mal o regular. Un poco humillante pero inevitable.
 
Este procedimiento sería muy bueno para ETA que así cobraría sin rendirse. Sería muy bueno para el nacionalismo que así lograría sus aspiraciones.
           
Sería malo  para todos los demás: para los 40 millones de españoles, para la democracia, para el Estado de Derecho y para el futuro de nuestra seguridad. Esto no se le ocurre a nadie ni en la peor pesadilla.
           
Sin embargo, se le ha ocurrido a alguien porque esto es exactamente, lo que se propone realizar el señor Rodríguez Zapatero. Ni más, ni menos.
 
Si la operación sale bien, significaría que tiramos  por la borda los sufrimientos de treinta años y aceptamos que el País Vasco se convierta en una especie de vecino adosado al Norte. No se alejaría de España, porque con la Unión Europea no le conviene, pero estaría en España como si no estuviera. Los terroristas se pasearían por la calle y el ambiente en el País Vasco pudiera ser irrespirable. Esto, si la pesadilla sale bien.
 
Si sale mal, que es lo más probable, estaremos bastante peor que hoy, porque después de treinta años de negarle la razón a ETA se la habríamos reconocido, con lo cual serviremos de excusa para sus nuevos crímenes. Y cuando estos lleguen, estaremos acomplejados por el ridículo, tendremos la guardia baja y todos los instrumentos que sirvieron para arrinconar a ETA se habrán convertido en chatarra.
 
No olvidemos que la postura del señor Rodríguez Zapatero ante ETA es muy débil: le han visto suplicar la tregua. Lo menos que puede pensar ETA es que el señor Rodríguez Zapatero se les ha entregado, que quiere algo que suene a paz y que lo quiere como sea. No cuenta el precio, ni el ridículo, ni las consecuencias. ETA ha conseguido que se le consulte al terrorista, se le pida la opinión, se procure no enfadarle y, sobre todo, que se sigan sus  instrucciones.
 
Alguno dirá: de acuerdo, puede ser una pesadilla, pero ¿por qué vamos a rechazarla si nos la presentan como la operación  de paz y se acompañará de un cese de la violencia? ¿Es que no queremos la paz?
 
Debemos rechazar este plan porque es una inmoralidad y porque no resuelve el problema.
           
No me refiero a la inmoralidad que representa dar la razón a los terroristas o traicionar el sacrificio de las víctimas. Mi objeción moral va por otro lado.
 
ETA estaba acorralada, expulsada de las instituciones democráticas, declarada ilegal en todo el mundo, con las cuentas en rojo, y todo el aparato de su apoyo desguazado. El Partido Socialista apoyaba esta manera de actuar. Aplaudía porque acorralábamos a ETA: nos ayudaba para despojar a Batasuna de la legalidad democrática y expulsar de la calle a los alevines de terrorista.
 
Nunca ha tenido ETA menos capacidad para hacer daño. Devolverle las fuerzas para que vuelva a hacerlo es una inmoralidad. Constituye una traición flagrante al interés público.
 
Además, como todo el mundo reconoce, aquella política antiterrorista era la única formula que se ha demostrado eficaz en treinta años. La más segura. Por lo tanto es la que todo gobierno tiene la obligación moral de seguir, sin frivolidades ni experimentos.
           
 Cuando existe una experiencia segura, es moralmente inaceptable que nadie improvise. Aquí como en medicina o en la construcción de puentes, o dondequiera que esté en juego la vida de la gente, lo que cuenta es la experiencia probada. Nadie está autorizado a inventarse un tratamiento nuevo para la meningitis o aplicar sus ocurrencias a la construcción de puentes. Nadie. Si alguien lo hace, comete una inmoralidad. A eso me refiero. No es esta una cuestión de mayorías o minorías, de más o menos votos, de mandar o ser oposición. Los votos no otorgan ninguna inmunidad moral.
 
En política existe una cosa que se llama Deontología, el tratado de los deberes, que nos obliga a todos, especialmente a los gobiernos, y nos obliga a ser prudentes y a escoger siempre el mal menor y, en consecuencia, a no malversar la experiencia probada.
 
Tenemos que denunciar esta iniciativa descabellada porque es una inmoralidad de la peor clase: una inmoralidad frívola.
 
Alguno dirá: sin duda es inmoral pero si nos resuelve el problema, tal vez nos convenga hacer la vista gorda.
 
No hay lugar para esta consideración porque esta pesadilla no va  a  resolver nada. No resuelve nada porque  nuestro objetivo no es que ETA nos deje tranquilos. Se trata de que no exista, se trata de que desaparezca por extinción.
 
Es preciso que el terrorismo deje de influir en la vida de los españoles: que cese el clima de amenaza, de coacción, de acoso; que en el País Vasco se recupere la libertad y se extienda la democracia. Eso es lo que se necesita.
 
¿Cómo se logra sin acabar con ETA? ¿Cómo se logra alentando las expectativas de los criminales? ¿Cómo se logra si se les despeja el horizonte? ¿Cómo se logra si los demócratas pierden el amparo del Estado, si señorean la calle los matones triunfantes, si los empresarios han de agachar la cabeza? ¿Qué es lo que hemos resuelto con este plan del señor Rodríguez Zapatero? ¿En qué vamos a mejorar la situación? ¿Qué hueco le deja usted en el País Vasco? A quienes no comulgan con el nacionalismo?
 
Mientras no desaparezca ETA, la democracia y la libertad, no se instalarán en el País Vasco. Seguirán escoltadas.
 
Acabar con el terrorismo significa derrotarlo de manera que no levante cabeza. No basta con calmar las aguas, es preciso que ETA desaparezca de este mundo.
 
La falta de libertad, la carencia de democracia, el silencio, el miedo no dependen de que ETA mate o no mate. Si ETA mata, aumentan, pero sí ETA no mata, no desaparecen. El amedrentamiento persiste, porque nadie olvida que es mejor ser prudente y no provocar al que es más fuerte. Si ETA existe, la igualdad es imposible.
 
 
Lo que pide la democracia no es que ETA se tranquilice  con unas pocas cesiones para ganar tiempo. La democracia exige que ETA desaparezca, que no quede rastro de ella, que los demócratas puedan bailar sobre su recuerdo sin temor. Eso es la libertad.
 
ETA constituye una amenaza por el mero hecho de existir y la constituirá mientras exista. Aunque no mate, aunque no robe, aunque no secuestre, aunque descanse en el arrullo de una tregua. Su existencia es tan intimidatoria como un misil que nos apunte. Su agresividad estriba en su ominosa presencia. Nos intimida incluso su sombra. No es preciso que se dispare. Nos basta saber que puede hacerlo.
 
ETA tiene que desaparecer. ETA y la democracia no caben en la misma casa. ¿Qué tontería  es esa de que necesitamos un final sin vencedores ni vencidos?  Es preciso que ETA sea vencida y que los  vencidos de hoy dejen de serlo. Es preciso que entre la libertad y el terror quede un vencedor y un vencido. Ya los hay. Se trata de cambiar los papeles.
 
No habrá libertad en el País Vasco mientras exista ETA.
 
Y cuando ETA desaparezca y todos los vascos respiren  libertad, entonces no será necesario que nadie ponga precio a la paz porque  estaremos habit6ándola.
 
El único resultado admisible para que prevalezca la democracia, la libertad y el Estado de Derecho es la derrota del terror. Que no alcance ni uno solo de sus objetivos. Que los criminales terminen ante la justicia.
 
Tenemos que rechazar esta pesadilla de las conversaciones porque nos ofrece lo que necesitamos. Queremos libertad y todo lo que nos promete es un alto el fuego y unas negociaciones para que merme nuestra libertad.
 
Termino como comencé:
 
Es posible un País Vasco sin que el nacionalismo determine la política. Es posible. Debemos trabajar para lograrlo. Lo retardatorio es que haya quien no sea capaz de imaginarlo y lo desolador es que el PSOE de hoy ni siquiera lo desee.
 
Hay que acabar con ETA. Derrotar a ETA, expulsar a ETA porque nuestro objetivo es acabar con el secuestro de la libertad, no perpetuarlo.
 
Lo primero que debemos reclamar es que el Gobierno aplique una real política antiterrorista, vuelva a acorralar a ETA, le cierre todas las salidas y no le deje respirar. Hasta que desista.
 
Debemos cerrar esa burla que llaman proceso de paz y del que no saldrá nada salvo indignidad y, seguramente, más dolor. Hay que denunciarlo, hay que explicárselo a la gente y agotar todos los medios para que esta inmoralidad no siga adelante.
 
Es preciso aplicar la Ley de Partidos, expulsar a Batasuna del Parlamento Vasco, impedir que acudan a las elecciones municipales y, sobre todo, es preciso que volvamos a encontrarnos con el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo.
 
Mi mensaje a los ciudadanos del País Vasco dice que no están condenados a la resignación. El futuro está en sus manos y llegaremos hasta donde ellos quieran que lleguemos. Yo les invito a que lo quieran de veras. Cuentan con el Partido Popular.
 
Somos más cada día. Estamos defendiendo la razón, la justicia, la solidaridad, la igualdad y el derecho a sentirnos españoles con la cabeza alta. También en el País Vasco.

Temas

En España

    0
    comentarios