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INTERVENCIÓN ÍNTEGRA DE JOSÉ MARÍA AZNAR

Muy buenos días. Les agradezco sinceramente su presencia y su interés.
 
Mi agradecimiento es especial para Miguel Ángel Belloso, director del curso. Los dos últimos años, ha desplegado todas sus artes de buen dialéctico para convencerme de que viniera. No lo logró, y no porque no pusiera empeño, sino porque como él sabe bien, trato de hablar sólo lo imprescindible aquí en España. Este año, sin embargo, tuve que decirle que sí. Y tuve que hacerlo cuando me dijo que se trataba de un homenaje póstumo a Rafael Termes, que además estaba concebido como algo que Termes hizo muchas veces: proselitismo liberal. Sano proselitismo liberal. A eso no podía decir que no, y aquí me tienen.
 
Rafael Termes fue un hombre trabajador y comprometido con la fe cristiana, con España y con la libertad. Pedro Schwartz, otro intelectual de profundas raíces liberales, participante también en este ciclo, nos ha contado más de una vez que Rafael Termes se definía como cristiano penitente y liberal impenitente.
 
Rafael Termes siempre creyó en España como nación y fue un firme defensor del ideario liberal. Yo creo en todo eso, y por eso estoy aquí, apoyando el recuerdo de quien siempre defendió esas ideas.
 
Mis felicitaciones, por tanto, a Miguel Ángel Belloso, que ha configurado –con excepción hecha de quien les habla- un programa magnifico. Por el nivel de sus ponentes y por lo atractivo de la idea que nos convoca: la idea de libertad. De hecho, creo que éste es el segundo mejor curso de verano de este año. El mejor, naturalmente, es el que organizó la Fundación FAES en Navacerrada la quincena pasada, también articulado en torno a la idea de libertad.
 
Queridos amigos, la idea en la que se fundamentan las palabras que van a escuchar es la idea de libertad. La libertad siempre ha tenido y tendrá enemigos. Hoy los tiene, también en España. Muchos y en múltiples frentes. Y precisamente porque la libertad encuentra permanentes amenazas en su camino, requiere y merece su permanente defensa.
 
A eso precisamente nos dedicamos todos los que trabajamos en o para la fundación FAES, que, como saben, presido. A la defensa de las ideas fundamentadas en la libertad individual. Las amenazas a la libertad están presentes en mucha mayor medida de lo que a veces pensamos. Atentan de forma evidente contra la libertad aquellos que amenazan con la pistola o el coche bomba a quienes no se sienten nacionalistas, aquellos que siembran de muerte a los que no se conviertan al credo islamista, aquellos que subyugan a la mujer en las sociedades musulmanas o aquellos dictadores que llevan décadas negando la democracia, como el dictador cubano o el dictador norcoreano.
 
Pero la libertad tiene asimismo amenazas de otra naturaleza. Amenazas que se producen en regímenes democráticos. No tienen la misma gravedad que las anteriores, claro está, pero quienes apreciamos la Libertad debemos preocuparnos por ellas. Son aquéllas que, por ejemplo, provienen de leyes que permiten al gobierno retirar licencias a los medios de comunicación que vierten opiniones críticas contra sus decisiones. Leyes como las que han sido aprobadas en Venezuela, en otros países y también aquí en España, concretamente en Cataluña.
 
Hoy, sin embargo, dada la naturaleza de este curso, me centraré en las amenazas a la libertad individual en el campo económico.
 
Rafael Termes defendió siempre la economía de libre mercado. Y lo hizo con fundamento. Yendo a la raíz de los principios.
 
Hay quienes defienden la libertad económica sobre la base de sus resultados. Se argumenta que la libertad económica produce buenos resultados en términos de prosperidad individual y colectiva.
 
Se defiende de forma razonada, con apoyo empírico, que los países en los que el derecho de propiedad está asentado y el mercado es el sistema de asignación preferente de los recursos, proporcionan mayores niveles de renta por habitante, mayor esperanza de vida, mayor prosperidad, menores niveles y tasas de pobreza, mayores niveles educativos, mejor acceso a bienes y servicios básicos, mejores  acceso a los servicios sanitarios.
 
Todo eso es verdad. No hay más que ver algunos ejemplos casi de laboratorio: las diferencias entre Alemania Occidental y Alemania Oriental en los cuarenta y pico años de historia del telón de acero; las brutales diferencias entre Corea del Norte y Corea del Sur; o, por qué no decirlo, las diferencias entre Europa del Sur y el norte de África.
 
Algunas prestigiosas instituciones como la Fundación Heritage elaboran anualmente índices de libertad económica para un amplio conjunto de países. La fundación que presido colabora, junto con The Wall Street Journal, en esa publicación, que revela de forma sistemática dos realidades.
 
La primera, que aquellos países con mayores niveles de libertad económica son también los más prósperos. Y, la segunda, que aquellos países que más progreso cosechan en el terreno de la libertad económica son también aquellos que más rápidamente progresan en términos de renta por habitante.
 
Que la libertad económica es el mayor enemigo de la pobreza y de la desigualdad es algo que los trabajos académicos más reputados del mundo confirman de modo sistemático, como nos explicaba hace algunos días en Navacerrada el profesor Bhagwati, catedrático de la Universidad de Columbia y una eminencia mundial en el terreno de la economía internacional.
 
Un reciente trabajo del profesor Sala i Martín, también catedrático de Columbia, publicado por FAES hace pocas semanas, no puede ser más clarificador. La decisión de China, India y otros muchos países asiáticos de apostar por la economía de mercado y el comercio internacional a principios de los años ochenta se ha traducido en las dos últimas décadas en cuatrocientos millones de personas que ya no viven bajo el umbral de la pobreza.
 
Desde que abandonaron el socialismo y abrazaron la libertad económica han cosechado avances formidables en términos de reducción de niveles y tasas de pobreza, de reducción de las desigualdades y, también, de incremento de la esperanza de vida, de acceso al agua potable,       de acceso a la educación básica y de acceso a los servicios sanitarios. Eso mismo no ha pasado en África, donde la herencia o persistencia de regímenes totalitarios comunistas y socialistas y el cierre de puertas al libre comercio y la globalización están produciendo el desastre. No sólo no se avanza, sino que en muchos países se marcha hacia atrás.
 
Los ejemplos los tenemos también en Europa. Mart Laar, ex Primer ministro de Estonia, nos exponía hace algunos días en Navacerrada otro ejemplo. Estonia tenía en 1991, apenas derribado el Muro de Berlín, una renta por habitante del 7 por cien de la media europea. Ésa fue la herencia del socialismo. El resultado de la propiedad colectiva, de la planificación, en definitiva, de la negación de la libertad económica. Tras una apuesta radical por la libre empresa, el libre mercado, el libre comercio internacional y los impuestos bajos, en 2005 la renta era ya del 60% de la media comunitaria. Crecen a una tasa del 12% anual y esperan alcanzar el 100% de la media comunitaria en quince años.
 
Esta línea argumental, la de la defensa de la libertad económica basada en sus superiores resultados en términos de prosperidad y de cohesión social, es, en mi opinión, razonable y necesaria, pero no es la fundamental. Me explicaré.
 
El derecho de propiedad, la libertad de empresa y sus corolarios, la libertad de elección del consumidor y el libre mercado, desde la perspectiva de los valores, y el Estado no intervencionista, los impuestos bajos y el libre comercio internacional, desde la perspectiva de la política económica, no deben defenderse solamente porque produzcan mejores resultados económicos, tanto individuales como colectivos, que la propiedad colectiva, la empresa pública y la planificación o, desde la perspectiva de la política económica, mejores resultados que el Estado intervencionista, los impuestos elevados o la protección comercial.
 
No. Son defendibles porque son derechos y libertades inherentes a la persona y, por tanto, no negociables. Si además se traducen en mayor prosperidad, que desde luego que es así, mucho mejor.
 
Y es que yo no creo en el relativismo de las ideas, eso que está tan de moda. Hay principios y valores moralmente superiores, en los que yo creo. Y si la libertad es la idea nuclear, por su carácter poliédrico la libertad económica le es inherente.
 
En otras palabras, defiendo sin ambages la libertad de empresa frente a la injerencia del Estado, y defiendo también la superioridad del mercado frente a la planificación.
 
Defiendo un Estado que sirva para garantizar las libertades y derechos individuales, del mínimo tamaño posible para garantizar esos derechos y libertades y para prestar ciertos servicios públicos básicos.             Por esa misma razón defiendo que los impuestos deben ser los mínimos imprescindibles para financiar esos servicios públicos esenciales. Y creo que el Estado tiene que pensárselo siempre varias veces antes de interferir en las decisiones de las personas o las empresas, o incluso antes de poner en marcha una nueva iniciativa pública.
 
Cuando en 1996 asumimos la responsabilidad de gobernar, adquirimos no solamente el compromiso de gestionar la administración del Estado, sino el compromiso de plasmar nuestros principios y valores en nuestra política económica.
 
Porque, como nunca me canso de repetir, para mí gobernar no es sinónimo de gestionar. Gobernar consiste en aplicar en las políticas los principios y los ideales en que uno cree.
 
Por eso dimos un giro de 180 grados a la política económica en 1996. No se trató solamente de mejorar la lamentable situación económica heredada con una nueva política económica aplicando puros criterios de pragmatismo. No.
 
Se sustituyó un modelo y una política económica equivocada por otra diferente porque nuestros principios son diferentes a aquellos en los que se sustentaba el modelo y la política económica socialista. Así de sencillo.
 
La mayoría de vosotros sois muy jóvenes. En 1996 estaríais probablemente en el Instituto. Pero yo me acuerdo muy bien de la situación económica de entonces. La tasa de paro era del 23%. Pero la tasa de paro entre los jóvenes, nada menos que del 50%. La de las mujeres, del 35%. Todo muy social. Muy socialista.
 
España tenía un déficit en las cuentas públicas de casi el 7% del PIB, la deuda pública crecía exponencialmente, acercándose al 70% del PIB. El gasto público era del 45% del PIB. El IRPF tenía un tipo marginal del 56%. Y la renta por habitante era la misma en términos de la media comunitaria que la que España tenía veinte años antes, el 78%. A vosotros, que algún día compraréis una vivienda, os interesará saber que las hipotecas estaban al 15%.
 
También os pueda interesar saber, a aquellos que tenéis abuelos, que la seguridad social registraba un déficit tan alto que en 1996 tuvimos que pedir un crédito a los bancos, porque si no los pensionistas españoles no hubieran podido cobrar la pensión.
 
Empresas como Telefónica eran públicas, y no había la posibilidad de elegir otra empresa porque había monopolio en las telecomunicaciones. Claro, la lista de espera para conseguir una línea fija era de cinco meses… Estoy hablando de España en 1966, que además había pedido una moratoria para la liberalización de las telecomunicaciones que nosotros rechazamos de plano.
 
Todos llevábamos pesetas en nuestro bolsillo, y si no hubiéramos gobernado seguramente las seguiríamos llevando hoy, porque España no cumplía ninguno de los cinco criterios exigidos para acceder al euro, y ya se había aceptado que no estaríamos con los fundadores.
 
Hoy manejamos euros, pagamos hipotecas con tipos del 3%, tenemos una renta por habitante del 99% de la media comunitaria, el paro se ha reducido muchísimo porque se crearon cinco millones de nuevos empleos, la deuda pública se ha reducido en veinte puntos de PIB, podemos elegir entre varios operadores de telefonía móvil o de ADSL, pagamos menos impuestos y la seguridad social tiene una hucha que yo me empeñé en crear que se llama Fondo de Reserva de la Seguridad Social.
 
No voy a seguir con datos. Los datos podéis consultarlos, sin ir más lejos, en una publicación que hemos editado en la Fundación que, bajo el título “Los indicadores del cambio, 1996-2004”, compendia el cambio producido en España todos estos años. Es una pura recopilación estadística de más de quinientos indicadores, sin comentarios o valoraciones, que dejamos a cada lector.
 
Ustedes me podrían decir: “Oiga, es que los resultados económicos son tan incuestionables que por sí solos justifican una política económica liberal”. Yo, ante esa cuestión, les diría lo siguiente. Es verdad que los resultados avalan esa política económica, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es que esa política económica responde a una serie de principios de los que estamos profundamente convencidos.  Más allá de que los resultados sean, además, mucho mejores.
 
Me pondré ahora el gorro de profesor de la Universidad de Georgetown, que es donde enseño. Comenzaré por el gasto público y los impuestos. Me llama mucho la atención cuando escucho decir ‘que lo pague el Estado’. Esto es una expresión muy común y si a quien lo dice se le pregunta ‘Oiga ¿porqué tengo que pagar yo eso?, le contestará ‘¡No, usted no, el Estado¡’, como si el Estado pudiese gastar sin obtener impuestos de la gente o endeudándose para el futuro. La pregunta correcta debe ser ¿cuánto de mis impuestos me va a costar la política que usted decide? Suena diferente, ¿verdad? Porque, al final, todos los gastos públicos se pagan con impuestos, con los que se pagan ahora o los que se pagarán en el futuro mediante la deuda pública acumulada.
 
Por otro lado, el gasto público no permite la libre elección del consumidor. Quien decide por él qué consumirá es el poder público. Por eso quienes defendemos la libertad individual defendemos la reducción del gasto público. Preferimos que el ciudadano decida libremente en qué gastar su renta a que un tercero decida por él sobre ese gasto, eso sí, pagado con sus impuestos.
 
Porque lo propio de los políticos socialistas es pensar que ellos saben mejor que la propia persona qué es lo que les conviene. Decidirán por él, por ejemplo, a qué colegio deben ir sus hijos o a qué médico tienen derecho a ir, incurriendo sistemáticamente en la “fatal arrogancia” a que Hayek hacía referencia. Nunca se insistirá bastante en que los gastos se pagan íntegramente con impuestos, y los impuestos son, por definición, una restricción de la libertad individual. El Estado se apropia coactivamente de recursos que son propiedad de las personas.
 
Por supuesto que los impuestos son necesarios, pero los liberales defendemos los impuestos bajos. Por una cuestión de principios. Es verdad que los impuestos bajos producen menores distorsiones y mayores incentivos a esforzarse, a ahorrar, a asumir riesgos. Pero eso no es lo fundamental. Las razones puramente técnicas son complementarias del principio esencial, que es la defensa del derecho de propiedad.
 
Para los que defendemos ese derecho, extraer impuestos exige el mayor fundamento. En otras palabras, el sector público debe explicar y justificar muy bien por qué y para qué extrae esos recursos de la renta de la persona.
 
Les pondré un ejemplo. Cuando llegamos al gobierno, todas las empresas pagaban un impuesto, el impuesto de actividades económicas, que no existía cuando los socialistas llegaron al poder. Ellos lo implantaron, y era un impuesto que se cobraba a cualquier establecimiento por el mero hecho de serlo. Daba igual que vendiera mucho o no, que ganara dinero o no. El impuesto se pagaba por existir. Nosotros nos planteamos lo siguiente: ¿por qué existe este impuesto? ¿Qué razones fundamentadas lo sustentan? No encontramos ninguna (porque no las había), así que tomamos una decisión: suprimir el impuesto. Esto es un ejemplo de lo que significa creer en unos principios y aplicarlos.
 
En 2003 afrontamos las elecciones autonómicas, y nos preguntamos: ¿Tiene realmente fundamento el impuesto sobre sucesiones y donaciones? Las rentas pagan impuestos cuando se generan, ya sea en el IRPF o en el Impuesto sobre sociedades. ¿Es justo que cuando un padre transmita a un hijo esa renta que ya ha pagado impuestos vuelva a pagarlos por el mero hecho de transmitirla? Nos pareció que no. Y nos comprometimos a suprimir el Impuesto sobre sucesiones y donaciones en las Comunidades autónomas donde gobernamos.
 Nuestra defensa del equilibrio presupuestario se fundamenta también en nuestras convicciones, además de en la eficiencia económica. Sabemos que los déficit públicos provocan lo que los economistas llaman “efecto expulsión”: mayores tipos de interés, menor gasto privado.  Es un argumento importante, pero de tipo técnico. Me importa más subrayar que todo déficit no es más que mayores impuestos transferidos hacia el futuro. ¿Es justo transferir a las futuras generaciones impuestos por bienes y servicios que reciben las generaciones actuales? Si la respuesta es negativa, el corolario es necesariamente el rechazo al déficit público.
 
Continuaré con el ejemplo de los monopolios públicos. La experiencia nos demuestra que el desmantelamiento de los monopolios públicos y la instauración de competencia en esos mercados se traducen en precios más bajos y mayor calidad de servicio. Ustedes pueden elegir ahora su operador de telefonía móvil, su proveedor de servicios de Internet, la compañía aérea en la que volar… Pagarán menos por los servicios y éstos son mejores.
 
De nuevo, todo esto es positivo, y es importante, pero lo verdaderamente importante es que un monopolio, público o privado, coarta su libertad de elección como consumidores. Y como el consumidor tiene derecho a elegir, ese derecho que titula esa inolvidable obra de Milton Friedman, la obligación del político que cree en la libertad individual es instaurar competencia en los mercados.  Así de sencillo.
 
Les propondré finalmente  el ejemplo de las políticas de empleo. Y es que hay dos formas de hacer política social en materia de empleo. La política intervencionista suele provocar una elevada tasa de paro, gastando una proporción importante del PIB en prestaciones por desempleo. Es decir, en extraer una cantidad importante de dinero de los bolsillos de los contribuyentes para transferirlo a quien está parado. A continuación se cuelga uno la medalla de “social” y presume de gastar, por ejemplo, un 10% del PIB en esta política social -social, claro, entre comillas-. Es obvio que quienes pagan estas transferencias son otros trabajadores.
 
La receta liberal de política social consiste en crear empleo. El trabajador percibe una renta por su aportación a la empresa. No depende del Estado para llegar a fin de mes, ni es por tanto, cautivo del presupuesto público. Es obvio que la partida de gasto público social (social entre comillas) es más baja en comparación con la situación anterior. Pero, ¿cuál de las dos políticas les parece a ustedes más social? Por si fuera poco, están los argumentos prácticos. Y es que todos los problemas económicos se arreglan siempre con más libertad económica, no con menos, como nos recordaba, al referirse a las políticas de empleo, el premio Nobel de Economía Gary Becker, a quien la Fundación FAES invitó hace poco.
 
Queridos amigos,
 
Hoy, afortunadamente, quedan cada vez menos enemigos de la libertad en el plano teórico. Pero debemos tener cuidado, porque la amenaza persiste, revistiendo ahora una forma diferente. A muchos enemigos de la libertad económica se les distingue ahora por sus hechos, más que por sus palabras.
 
Los que desconfían de la libertad económica no se atreven ya a atacar abiertamente el mercado y la libertad de empresa.
 
Camuflados en un discurso económico aparentemente respetuoso del mercado, vulneran la libertad económica con sus hechos y sus políticas.  Y para evitar la razonable crítica a esas políticas, intentan ocultar la realidad o, cuando no es posible, acuden a  argumentos “buenistas” trufados de alergia a la libertad económica.
 
Vuelvo a los ejemplos. En el año 96, a mí se me recomendó enfáticamente que había margen para subir impuestos y que los tenía que subir y, que si no lo hacía, pondría en riesgo el bienestar social. Naturalmente no hice caso, los bajé por dos veces y nunca en España hubo mayor bienestar social
 
¿Recuerdan ustedes qué es lo que hizo el candidato socialista en las últimas elecciones generales? No iba a decir que iba a subir los impuestos, claro. ¿Les suena eso de que “bajar los impuestos es de izquierdas”? La realidad es que, aunque no se diga, la presión fiscal ha subido notablemente en los dos últimos años, y los tres primeros presupuestos socialistas se van a traducir en un incremento del gasto público del 30 por ciento. Es decir, en un incremento de los impuestos –presentes o futuros- del treinta por ciento. Eso sí es de izquierdas.
 
Me preocupa y mucho la apropiación partidario de las instituciones económicas reguladoras. Cuando se sitúa en las instituciones a personas que no velan por el interés general sino por el interés de un determinado partido político se daña gravemente al respeto a la libertad económica.
 
Cuando un presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia le dice al gobierno que no haga caso al informe de los expertos en competencia que recomienda no aprobar una fusión y le dice que la apruebe, ¿a qué altura queda la credibilidad de la institución?
 
Más aún. Cuando la justicia tiene que intervenir para evitar atropellos causados por el Estado es que la noción de libertad de mercado anda de capa caída.
 
La decisión inédita de la Audiencia Nacional de aplicar medidas cautelares ante decisiones arbitrarias de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y la suspensión cautelar, igualmente inédita, de una decisión del gobierno por el pleno del Tribunal Supremo en el caso de una fusión son cosas muy serias.  Una última pregunta. ¿Respeta la libertad individual quien coarta la libertad de los accionistas de vender sus acciones al mejor postor mediante decisiones gubernamentales que bloquean ofertas extranjeras?
 
Obviamente, la respuesta es negativa.
 
Queridos amigos,
 
Como dijo Adam Smith, sólo abrazando el libre mercado podemos alcanzar niveles elevados de bienestar, porque la prosperidad es, simplemente, el corolario que acompaña a la libertad económica.
 
Pero, recuérdenlo, no es solamente una cuestión de eficacia, de resultados. La libertad es, ante todo, una cuestión de principios. Yo les animo a todos ustedes a leer a quienes han escrito en defensa de la libertad, y a dejarse seducir por sus arrebatadores argumentos.
 
Les aseguro que nunca jamás se arrepentirán de haber abrazado las ideas basadas en la libertad.
 
Muchas gracias.

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