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La izquierda española tiene un grave problema. Su discurso, su colección de clichés –que ellos llaman ideología– y sus fantasmas, apenas han cambiado en el último cuarto de siglo. Mientras tanto, el paisaje, a sus espaldas, se ha ido transformando hasta dibujar el siguiente panorama:

España es un jugador clave en el tablero internacional que, en lo económico, crece de forma consistente en épocas de recesión general mientras nuestros grandes socios comunitarios han perdido el resuello; algo completamente nuevo en la historia contemporánea. Tiene las cuentas públicas saneadas. El desempleo ha descendido al mínimo técnico en varias regiones, alcanzado prácticamente el pleno empleo de hombres cabeza de familia en el conjunto del país. En gran parte del continente americano somos el primer o segundo inversor extranjero, y un puñado de economías nacionales están fuertemente condicionadas por las decisiones que se toman aquí. La cuestión hidrológica –el gran problema de España para los mejores historiadores del siglo pasado– está en vías de resolverse, y la integración territorial está avanzando a pasos de gigante con la red de infraestructuras. Hace diez años todos habríamos firmado por encontrarnos hoy en este punto.

Pero hete aquí que en los últimos meses los socialistas han decidido actuar como si todo lo anterior no existiera, como si siguiéramos en la España de los años treinta. A pesar de su larga experiencia de gobierno, han faltado a los mínimos de responsabilidad. Dando por seguro que la guerra en Irak se solaparía con las elecciones de mayo, pensaron que podrían tomar la delantera y la iniciativa hasta las generales del 2004, con un PP descalabrado, acomplejado y a la defensiva. Zapatero, o el que mueve sus hilos, ha apostado fuerte y ha perdido.

Ahora el PSOE se encuentra atrapado en su propio discurso antisistema. Podrá contar con la mayoría de medios de comunicación, podrá ganar en Cataluña y seguir dominando las universidades, pero se ha quedado sin tiempo de reacción para corregir su estrategia y, lo que es peor, ya no puede detener la locura antiespañola de Maragall. Los ciudadanos silentes, los que evitan las pancartas, los que no aparecen en Crónicas marcianas, han tomado nota de esos reflejos guerracivilistas.

Apoyándose en sesgados y coyunturales sondeos, Zapatero ha insistido demasiado en que el Ejecutivo gobernaba contra la voluntad del pueblo. Esa insistencia ha aventado los rescoldos del odio, que parecían extintos hasta que los ataques a las sedes del PP nos devolvieron por unos días a 1934. ¿Cómo saldrán ahora de su cul-de-sac? Vaticinio: el verdadero jefe de los socialistas cortará pronto los hilos del títere y lo dejará caer, inerte, sobre el escenario. De momento, el marionetista, que es también un acreditado prestidigitador, ha echado mano de dos trucos: decir que el títere es Aznar y proclamar que éste yerra al convertir las elecciones en un plebiscito. Al revés te lo digo para que me entiendas.


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