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EDITORIAL

La espantada de Menem

Las mafias sindicales bonaerenses que controla Duhalde, quien perdió las elecciones presidenciales después de apartar a Menem del liderazgo del peronismo, lograron derribar al gobierno de De la Rúa e hicieron imposible frenar a la Argentina en su caída al abismo. La última esperanza de evitar la catástrofe, el severo plan de ajuste económico de López Murphy, fue recibido con una huelga general que obligó a De la Rúa a sustituirlo por Cavallo, quien creyó que con algunos gastados trucos de prestidigitación monetaria podía salvar la situación.

El descontento provocado por el “corralito” decretado por Cavallo, que pretendía evitar lo inevitable tras la negativa de las provincias –especialmente la de Buenos Aires– a recortar sus gastos, fue aprovechado por Duhalde para precipitar la caída de De la Rúa y ocupar poco después la presidencia que las urnas le negaron. El casi año y medio de presidencia de Duhalde, que ha coincidido con la mayor crisis económica y social que ha vivido Argentina en su historia y con la pérdida de las dos terceras partes del valor de su moneda, curiosamente ha estado exento de huelgas y disturbios, aun a pesar de que incluso se produjeron muertes por desnutrición.

Menem siempre achacó los males recientes de Argentina, no sin razón, a la nefasta política del débil gobierno de De la Rúa y, sobre todo, a la campaña de desestabilización de Duhalde –que fue su vicepresidente– desde su puesto de gobernador de la provincia de Buenos Aires. No cabe duda de que el esquema económico que desarrolló el equipo de Menem podría haberse salvado, con la ayuda del FMI, si los clanes peronistas no hubieran tomado una vez más la bandera del anticapitalismo. Aunque también es cierto que en sus últimos años de mandato, y tras haber agotado los recursos procedentes de las privatizaciones, el modelo ya hubiera requerido un severo ajuste presupuestario, especialmente después de la devaluación en Brasil, cuya impopularidad Menem se negó a asumir, ya tocado por los escándalos de corrupción –especialmente el tráfico de armas a Oriente Medio– que provocarían poco después su procesamiento.

Aunque, evidentemente, no se puede considerar a Menem como un defensor del liberalismo, su política al frente de Argentina estuvo inspirada en algunos de sus aspectos más positivos como la estabilidad monetaria, las privatizaciones y un marco legal relativamente favorable al libre mercado. Pero, como dijo Bastiat, lo peor que puede sucederle a una buena causa es que sea torpemente defendida, como hizo Menem al negarse a aplicar la parte menos popular de las recetas liberales: la disciplina fiscal, la eliminación de prebendas y la lucha contra la corrupción, de la que el ex presidente fue un destacado protagonista.

A un pueblo acostumbrado al clientelismo y a la dependencia del Estado, no fue difícil convencerlo de que los males de la Argentina tienen su raíz en el modelo “neoliberal” –insistimos, sólo en apariencia– que impuso Menem. Y por ello, no es extraño que los argentinos hayan dado la espalda –según revelaban las encuestas de la segunda vuelta, que daban un triunfo arrollador al candidato de Duhalde, Néstor Kirchner– al corrupto ex presidente responsable de su implantación.

Menem, que no dejó de intrigar desde su salida de la Casa Rosada, tendría que haberse abstenido de concurrir a unas elecciones presidenciales que para él no eran más que un nuevo episodio en la pugna con Duhalde por el poder en el seno del peronismo. Pues si el interés de Menem hubiera ido más allá del mero ejercicio del poder y de la venganza personal, podría haber pedido el voto para López Murphy, cuyo programa era el más parecido al del ex presidente. Prueba de que sus intereses personales estaban por encima de los de Argentina es que, una vez segura su derrota, Menem ha abandonado soberbia y jactanciosamente el escenario electoral, con la pretensión de deslegitimar y poner en cuestión el cantado triunfo de Kirchner y, al mismo tiempo, con el objeto de no arrostrar con dignidad la que hubiera sido su primera derrota electoral.

En definitiva, Néstor Kirchner, el protegido de Duhalde, será el nuevo inquilino de la Casa Rosada. Y su admiración por Bill Clinton, Felipe González y Lula da Silva no permite esperar que su política estará inspirada en el liberalismo que Menem tanto contribuyó a desacreditar en sus diez años como inquilino de la Casa Rosada y que tanto necesita el país austral para superar su prolongadísima decadencia y su actual postración, fruto de medio siglo de peronismo.

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