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Andrés Freire

El mitin

El mitin es, para los profanos, uno de los actos más misteriosos de la campaña electoral. Los políticos convocan a sus fieles, les persiguen, les presionan, les transportan, les regalan abalorios en forma de bolígrafos y mecheros. Bocatas, si es menester. Qué esfuerzo de tiempo, cuando el tiempo es el más precioso bien. Qué esfuerzo económico, cuando el dinero nunca sobra. ¿Para qué?

En los buenos viejos tiempos de la iluso-democracia –la nunca demasiado ponderada Transición–, en los que los españoles pensaban que la democracia no era un régimen político más sino una especie de elixir que mejoraría sus vidas y sus almas, había personas, nos cuentan, que acudían a todos los mítines con el objeto de conocer las ideas de los candidatos. Hoy la sola palabra mitin causa aprensión y temblores en el llano pueblo, y ni siquiera el más ferviente aficionado a la política piensa que un mitin convencerá a alguien. De nuevo la pregunta, ¿para qué los mítines?

Los expertos nos explican que el sentido de los mítines es el de movilización y el refuerzo. Los fieles han de pregonar la buena nueva, y para ello acuden a una concentración de iguales y correligionarios que refuerza su fe, y los incita a salir por sus ciudades en busca de nuevos votantes. De la comunión provocada por el mitin, salen todos fortalecidos.

En la era de la televisión, el mitin produce otro efecto importante: concita atención y buenos minutos televisivos. En cierto sentido, los allí presentes se convierten en figurantes del fragmento de 20 segundos que después emitirá el telediario. El sound-bit, la frase preparada para que sea el corte transmitido por los mass-media, se convierte así el centro y el eje del mitin. Y el resto no es más que una enorme coreografía cuyo objeto es enriquecer esa imagen del líder enardeciendo a los fieles. Hasta tal punto es así, que los mítines de primera categoría, aquellos en los que el telediario conecta en directo, una luz señala el preciso momento, y el líder, cambiando incluso el transcurrir del discurso, procede a pronunciar el sound-bit preparado para esa ocasión. La audiencia del mitin queda desconcertada si no conoce lo ocurrido. Pero la televisión ha captado el momento.

Precisamente la imagen del líder resplandeciente e iluminado por los focos, al que una multitud aclama con entusiasmo, es algo que a muchos incomoda. Es un producto de la política y los partidos de masas, surgido por tanto en el tenebroso tiempo de entreguerras. Sus creadores no fueron líderes democráticos, sino precursores fascistas. ¿Cómo olvidar, al ver un mitin, que las grandes innovaciones del género y sus mejores resultados son producto de la imaginación de un par de genios dedicados a la causa de Adolf Hitler, Goebbels y Speer?

Otros son los tiempos, y con el decaimiento de la política de masas se degrada también el mitin como forma de movilización política. Entran así los mítines en una fase de barroquismo, en los que la luz, el sonido, la pirotecnia se convierten en el rasgo más atractivo del acto. Los partidos se ven obligados a reforzar los mítines con conciertos, con vídeos humorísticos en su esfuerzo por atraer a los fieles. Y aún así éstos los rehuyen como pueden. Por algo será.


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