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Jesús Gómez Ruiz

¿Euro fuerte o euro débil?

La intensa apreciación del euro, que en poco más de tres meses ha incrementado casi un 20 por ciento su cotización respecto del dólar, vuelve a poner de actualidad la vieja cuestión de si las apreciaciones o las depreciaciones de la moneda reportan ventajas u ocasionan perjuicios a las economías nacionales. El argumento clásico de quienes prefieren una moneda débil es que ésta favorece al sector exportador y encarece las importaciones, por lo que la economía nacional y el empleo recibirían un doble estímulo positivo. Sería el caso de Alemania.

Los que se decantan por una moneda fuerte, tradicionalmente ponderan las ventajas de unas importaciones más baratas –sobre todo en lo relativo a la energía y las materias primas– que permiten a la industria nacional reducir costes, y, al mismo tiempo la obligan a ofrecer productos más baratos en el mercado nacional; algo que beneficia a los consumidores y también redunda en la reducción de la tasa de inflación. Sería el caso de España.

Evidentemente, ambas posturas tienen sus puntos débiles. Si bien es cierto que una moneda débil fomenta, en principio, las exportaciones y el crecimiento de la industria y el empleo nacionales, no es menos cierto que encarece también los costes de producción en la medida en que éstos dependan de la importación de energía, materias primas, tecnología o productos elaborados. Todo producto que se exporta contiene en mayor o menor medida productos importados; por tanto, una vez que es preciso reponer los inventarios a precios internacionales, los precios interiores tenderán a subir y la ganancia en competitividad exterior se diluirá poco a poco en función del grado de apertura exterior de la economía, dejando como recuerdo de una efímera prosperidad el repunte de la inflación y del desempleo... a no ser que, mientras tanto, se produzca paralelamente una mejora en la productividad derivada, bien de reformas estructurales o bien de mejoras tecnológicas.

En lo que toca a una moneda fuerte, si bien es cierto que, en principio, abarata los costes de producción y beneficia a los consumidores, que pueden disponer de bienes (nacionales o extranjeros) más baratos, no es menos cierto que también perjudica a medio plazo a la industria nacional y, por lo tanto, al empleo. La sustitución de producción nacional por importaciones, si no viene acompañada de la necesaria flexibilidad de la estructura productiva –especialmente en lo que toca a los salarios– y, también, de ganancias en productividad que permitan mantener la competitividad exterior, acaba produciendo paro, estancamiento y deflación; aunque también es preciso tener en cuenta el grado de apertura exterior de la Economía. En el caso de España, que suele importar en dólares (energía) y exportar en euros (turismo) o en libras (divisa que ha seguido una evolución paralela a la apreciación del euro), la situación a corto plazo no es tan grave. Incluso, durante un tiempo, la apreciación del euro podría ser beneficiosa.

Pero, puesto que, tanto en un caso como en otro, a la larga siempre será preciso un ajuste para recuperar el equilibrio, parece que lo más deseable sería mantener un tipo de cambio estable, acorde con la situación económica y financiera del país y compatible con el mantenimiento de una cobertura adecuada de reservas en el banco central. En otras palabras, lo óptimo sería disponer de un patrón universal al que referir el valor de las monedas. Desgraciadamente, desde que en 1971 el sistema de Bretton-Woods saltó hecho pedazos por la indisciplina financiera de los gobiernos demócratas en la década de los 60, hoy tal cosa no es posible. Y de poco sirven –salvo en casos de pánico injustificado– las intervenciones de los bancos centrales si los inversores estiman –con más o menos fundamento– que deben colocar sus inversiones en una u otra moneda. Pero peor aún son las modificaciones de los tipos de interés encaminadas a contrarrestar los movimientos del mercado, especialmente cuando, como es el caso del euro, el precio del crédito coloca al tipo de interés real –descontando la tasa de inflación– en niveles próximos a cero o incluso, en el caso de España, negativos que podrían dar nuevo impulso a la burbuja inmobiliaria.

Únicamente un acuerdo más o menos permanente –basado en consideraciones de viabilidad macroeconómica y, sobre todo, de ortodoxia financiera– entre los tres principales bancos centrales del mundo (Reserva Federal, BCE y Banco Central del Japón) para estabilizar los tipos de cambio podría introducir un poco de orden y estabilidad en el sistema financiero internacional. Aunque, dadas las dificultades y los conflictos de intereses que plantearía ese acuerdo, no cabe esperar tal solución, al menos a medio plazo. Todo lo que pueden hacer de momento las economías europeas es intentar contrarrestar la pérdida de competitividad derivada de la apreciación del euro con incrementos de la productividad que, a corto plazo, sólo pueden venir de la mano de reformas estructurales. Precisamente lo que las economías francesa y alemana más necesitan, independientemente de cual sea la cotización del euro.


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