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Federico Jiménez Losantos

De la toma de Bagdad a la defensa de Madrid

La campaña de las elecciones municipales y autonómicas del 25 de mayo de 2003 se recordará como una de las más tensas y duras de la democracia española. Desde el “Maura, no” y el golpe revolucionario de 1934 no mostraba la izquierda española de forma tan descarada y violenta su desprecio por las reglas del juego democrático y su incapacidad de permanecer mucho tiempo fuera del poder, al que se considera acreedora por derecho natural (ellos
dicen popular) y al margen del veredicto de las urnas. Las dos gigantescas, avasalladoras y violentas campañas de deslegitimación del PP, el Gobierno y el sistema democrático, una con excusa del “Prestige” y otra a cuenta de la II Guerra de Irak, han mostrado la verdadera faz totalitaria del PRISOE, la secta progre, con la que resulta imposible convivir en libertad si no es
manteniéndola a raya.

Pero la derecha política española, como en el “Maura, no” y como en 1934, ha mostrado una pavorosa pusilanimidad ante el jaque mate de la izquierda. El PP de Aznar, con mayoría absoluta en el Parlamento, con una brillante gestión económica y con el incontestado e incontestable liderazgo presidencial, se ha limitado a encajar los golpes sin devolverlos, se le ha visto encadenado a sus absurdos complejos históricos, se ha mostrado incapaz de crear un discurso político alternativo a la demagogia violenta de los medios de comunicación y de la calle, ha perdido después de siete años el contacto normal con su base social a través de medios de comunicación de ideología liberal-conservadora, destruidos casi en su totalidad por el Gobierno del PP, y hasta esta campaña electoral, no ha sabido o querido movilizarse contra el intento, denunciado por ellos mismos, de “sacarlos del mapa político”. Al final, en una campaña protagonizada de modo absoluto por Aznar, ha parecido recuperar el resuello y acaricia expectativas de mantener una parte sustancial de lo que tiene. Pero hasta el recuento de los votos
del domingo no sabremos si ha tenido éxito la izquierda en su
desestabilización del sistema representativo o si Aznar ha ganado su última batalla después de prejubilarse.

El único dato incontrovertible es que esta campaña de reconquista de la legitimidad política ha partido de la toma de Bagdad y se ha centrado en la defensa de Madrid. No cabe mejor prueba de lo mal que se han hecho antes las cosas. Una guerra legítima, audaz y rapidísima, capaz de aniquilar una dictadura genocida en tres semanas, en la que España ha jugado el papel que le correspondía y que le ha otorgado un merecido crédito internacional ha sido sólo la peana para intentar conservar la plaza fuerte de los populares desde hace década y media. Partir de tanto para llegar a tan poco sólo se explica por la gravísima incompetencia de una clase política que no ve más allá del poder y que tiene unas relaciones de incomodidad, a veces de abierta incompatibilidad, con la libertad de prensa y con el compromiso cívico que supone el contrato electoral. Desde un presidente que ante la campaña feroz del “No a la guerra” era incapaz de decir otra cosa que “confiad en mí”, hasta un partido que tardó tres semanas en denunciar el asalto de sus sedes en toda España, pasando por la desaparición o abierta traición de vicepresidentes y ministros que creyeron que la guerra iba a durar los meses que había calculado el PSOE y cuyo único propósito era sobrevivir a Aznar, la derecha ha mostrado unas carencias verdaderamente desoladoras. Es posible que su base social, que sólo se animó a recuperar la calle para aclamar al Papa, devuelva al PP a cuenta de Aznar el crédito y el mandato electoral que su gestión merece pero que su política de comunicación, es decir, de incomunicación, arruina con tanto miedo y tan poca vergüenza. En todo caso, si la lección de estos meses no se aprende y el PP no cambia radicalmente de costumbres, sólo cabe asegurar una cosa:
aunque de momento se salve Madrid y se conserve Bagdad, la historia se repetirá. Y no tendrá siempre un final feliz.


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