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EDITORIAL

España elige entre dos modelos políticos

El clima político en que han transcurrido los últimos seis meses convierte a estas elecciones municipales y autonómicas en las más relevantes desde la llegada de democracia, y en las que los partidos nacionales, especialmente sus líderes, más se juegan. Por ello, no es extraño que el debate sobre la gestión municipal y autonómica haya quedado relegado a un segundo plano, cediendo el protagonismo a las cuestiones de política nacional propias de unas elecciones generales. Es más, en estas elecciones, los ciudadanos habrán de pronunciar su veredicto general, no respecto de dos modelos alternativos de gestión pública, sino sobre dos modos completamente opuestos e incompatibles de hacer política que, apenas sin exagerar, cabría calificar de “democracia parlamentaria” y “democracia asamblearia”.

Han sido los partidos de izquierda, PSOE e IU, impacientes por lo que consideran una excesiva permanencia del PP en el poder, quienes han planteado estas elecciones como un voto de censura al Gobierno. Pero, carentes de un programa alternativo que, al menos, no ponga en peligro los innegables logros de la gestión del PP, han basado su estrategia en el acoso, la desestabilización y la deslegitimación permanente del Gobierno. Desde la huelga general del 20 de junio, la oposición fue desviándose paulatinamente de los cauces de seriedad, serenidad y respeto hacia el adversario por los que debe transcurrir la vida política para, en la catástrofe del Prestige, alcanzar el límite de lo que puede considerarse tolerable en el seno de un régimen de democracia parlamentaria.

Un límite que fue ampliamente rebasado con la excusa del “no a la guerra”, donde el PSOE, alternativa teórica de gobierno, se alió con IU y los grupos antisistema de la nueva internacional comunista en una cacería política contra el partido del Gobierno marcada por el acoso, los insultos, las agresiones a sus cargos y candidatos y por los ataques (más de 300) a sus sedes, que recordaron en las tres semanas que duró la guerra el ambiente y las condiciones que padecen los defensores de la Constitución en el País Vasco. Paradójicamente, en un momento en que la kale borroka, gracias al endurecimiento de las penas, ha sido prácticamente erradicada; y justo cuando ETA, por primera vez desde la democracia, ya no podrá presentarse a unas elecciones.

Existen motivos, sin duda, para la abstención o para dar un voto de castigo al PP. Aparte incluso de quienes, por profundas convicciones personales que nada tienen que ver con el fragor de la lucha por el poder, se han opuesto a la guerra contra Irak. El incumplimiento de algunas de sus promesas electorales “estrella” (por ejemplo, la privatización de RTVE); la inexplicada marcha atrás en la reforma laboral y las tentaciones populistas e intervencionistas de algún ministro (con el trasunto de la sucesión de Aznar como telón de fondo); la política de medios de comunicación (rendición incondicional ante Polanco y la ejecución, todavía pendiente, de la sentencia del antenicidio); los injustificados fastos de la boda de El Escorial, plagada de invitados poco recomendables como “los Albertos” (condenados recientemente por estafa), eran motivos suficientes para que una parte no despreciable del electorado reconsiderase su apoyo a un partido cuya mayoría absoluta depende de su plena identificación con la defensa de los intereses, valores y aspiraciones de la clase media. A todo esto hay que sumar la práctica ausencia del presidente del Gobierno y del PP de la escena política en los meses que transcurrieron desde la huelga general hasta la catástrofe del Prestige, donde la obstinación y la resistencia de Aznar a admitir los errores cometidos dio alas a una oposición sin argumentos ni alternativas y puso en serio peligro la cohesión interna en el PP, entonces más pendiente de la sucesión que de afrontar los retos y problemas de las tareas de gobierno.

Sin embargo, Aznar –no podía ser otro, dada la rígida estructura piramidal del PP, construida a la medida del líder– supo reaccionar a tiempo e incluso tomar la iniciativa política en el apoyo a la guerra de Irak, una empresa casi personal, llena de riesgos tanto para él como para su partido, que ha redundado en beneficio de España y que le hará pasar a la historia con honor. Pero, además, el apoyo a Bush y Blair ha tenido la virtud de revelar la impronta sectaria y antidemocrática de una oposición dispuesta a romper con las reglas del juego cuando el acceso al poder se le resiste, que carece de propuestas de gobierno creíbles y que, además, tampoco tiene una postura clara respecto a la cuestión nacional y los nacionalismos exacerbados.

Si a ello se une una buena gestión municipal y autonómica en general, especialmente en la ciudad y la Comunidad de Madrid –los puntos clave de estas elecciones–, cabe esperar que el voto de castigo de los ciudadanos descontentos con la gestión del PP, así como la mayoría del de los indecisos, acabe inclinándose a favor del único partido que, hoy por hoy, es capaz de garantizar mínimamente la estabilidad política, económica e institucional de España. Por tal motivo, Aznar deberá tener bien presente que, si bien la posible victoria del PP en estas elecciones se deberá en muy gran medida a su esfuerzo personal en los últimos meses de gobierno y a su protagonismo en la campaña electoral, los votos que den la victoria a su partido (especialmente en Madrid), no son un cheque en blanco para los diez meses que aún quedan hasta las próximas elecciones generales, ni tampoco significan una plena adhesión a todos los aspectos de la política del PP. Serán, en muy gran medida, un voto defensivo contra una oposición desquiciada que ha optado por la “democracia asamblearia” de pancarta y manifestación –la antesala de todas las tiranías– y también un voto de solidaridad con un partido que, excepción hecha del ámbito vasco, ha sufrido la persecución política más violenta de la democracia.


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