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Andrés Freire

Wolfowitz y las mentiras necesarias

El premio Nóbel de literatura Saul Bellow publicó en el año 2000 Ravelstein, una biografía en clave de su íntimo amigo el profesor Allan Bloom, escrita a petición de éste cuando se estaba muriendo. La novela relata con franqueza la vida y la doctrina de Ravelstein/Bloom, profesor de la Universidad de Chicago y fiel discípulo del gran Davarr (un trasunto de Leo Strauss, el rey filósofo de la nueva derecha americana). Siguiendo las enseñanzas esotéricas de Davarr/Strauss, Allan Bloom seleccionaba entre sus alumnos de Chicago a los más brillantes y prometedores para mostrarles a ellos los verdaderos conocimientos reservados para la élite. Sus alumnos, cuenta Bellow, van ocupando con el tiempo puestos decisorios en el gobierno, la universidad y la prensa. Comparten una parecida visión del mundo y han urdido una red de apoyos mutuos. Ellos se sienten los elegidos, los que son capaces de afrontar las duras verdades, mientras las masas se bastan y sobran con las mentiras necesarias que la élite ha de divulgar. Por ejemplo, son todos ateos pero partidarios de alentar el espíritu religioso del pueblo americano.

Entre los alumnos de Bloom, Saul Bellow se detiene en uno de los más brillantes, Phil Gorman, un matemático hijo de un también brillante matemático. Estas pistas bastan para reconocer en él a Paul Wolfowitz, el adjunto de Rumsfeld en el Pentágono, y el arquitecto de la nueva política exterior americana. Bellow nos cuenta de él una anécdota muy significativa. Poco antes de concluir la primera guerra del Golfo, Gorman/Wolfowitz llama rabioso a su mentor. George Bush Sr. se rajaba y no se atrevía a entrar en Irak para derrocar a Sadam Husein. “Se ha dejado convencer por Colin Powell y James Baker”. Una decisión que Wolfowitz ha tratado de remediar desde entonces.

Derrocado hoy Sadam Husein, gracias sobre todo a la tenacidad de Paul Wolfowitz y la red de comilitones que ocupa puestos clave en la administración Bush, surge la polémica de si la amenaza de Irak había sido exagerada y las pruebas contra el régimen de Husein manipuladas. En este contexto, unas declaraciones de Wolfowitz a la revista Vanity Fair han causado bastante revuelo. Preguntado por las armas de destrucción masiva iraquíes, respondió que eso carece ahora de importancia, que las supuestas armas habían cumplido el papel de casus belli únicamente por “razones burocráticas”, pues eran el mejor modo de convencer al mundo de la necesidad de una guerra.

No se infiere de estas declaraciones que el gobierno de Estados Unidos mintiera a sabiendas, pero analistas de la CIA, del Ejército y del Consejo de Seguridad afirman que ha ocurrido exactamente eso: desde el Pentágono se ha manipulado, presionado y engañado con el fin de justificar la guerra. Wolfowitz montó una oficina de “planes especiales”, dirigida por Abram Shulsky –discípulo también de Strauss y de Bloom– con el fin de vender la necesidad de la guerra en Irak, no dudando para ello en engañar a la opinión pública y a sus compañeros de administración. Hoy, tras el éxito rotundo de la guerra, Wolfowitz se sorprende de que alguien se tomara en serio las razones que ellos mismos habían dado.

Y es que en el fondo, ¿de qué se sorprenden los sorprendidos? La guerra en Irak era una guerra en busca de excusa. Los datos que hoy publica la prensa americana acerca de manipulaciones y engaños eran de dominio público ya hace meses. Sólo se engañó quien se quiso engañar. Pero el Senado americano, cual virgen ofendida, pide ahora la cabeza de Paul Wolfowitz. ¿Acaso no han entendido los senadores que la verdad no importa, lo que importa es la percepción de la opinión pública? La guerra ha terminado, Sadam ha sido vencido, el mundo es mejor. ¿Qué más quieren?

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